martes, octubre 07, 2008

Este es mi barrio

Domingo, nueve y media de la noche. No queda pan y he olvidado comprar para la cena. Bajo un segundo a la tienda de los chinos. Los chinos siempre abren hasta tarde. Siempre están trabajando. Trabajan el triple que cualquier ciudadano de a pie y se les critica por ello, pero nos beneficiamos de la apertura de sus locales a horas intempestivas y de la posibilidad de comprar cualquier cosa barata en sus bazares, aunque luego nos dure un mes cada artículo, ya sean unas zapatillas de andar por casa o un utensilio de cocina. Si no tienen tiendas o es de madrugada, les da lo mismo: colocan en una esquina de Malasaña una caja de cartón y ponen encima cuatro bocadillos de jamón y un pack de latas de cerveza y hacen el negocio con los beodos. Son capaces de soportar el frío, la soledad, el aburrimiento y la burla de los borrachos que les vacilan. Porque ganar el jornal está por encima de lo demás. Lo dice J.G. Ballard en “Milagros de vida”, sus memorias: “La biblia china sólo tiene dos palabras: hacer dinero”. Y supongo que sabe de lo que habla porque nació en Shanghai y vivió allí bastantes años. Entro en la tienda. Ante el mostrador de un chino con la piel como la mojama hay una señora en bata y pantuflas. Como en los pueblos. Como en los barrios bajos de mi ciudad natal. Las señoras están haciendo la cena, sartén en mano, y entonces recuerdan que les falta aceite y salen a la calle tal como están. Y a mí me parece bien. La señora en bata pone una botella de Coca-Cola y un paquete de chicles en la bandeja. Cuando el tío le dice que le debe dos euros con treinta céntimos, la mujer pregunta el precio de los chicles. El tendero se lo dice. “No los quiero”, contesta ella. Tira el paquete junto a la caja registradora con algo de desprecio. Paga la Coca-Cola y se va. Eso se da mucho por aquí: el personal coge algo sin comprobar el precio y, cuando ve que no le llega o que le parece un abuso, pregunta cuánto vale y lo deja. Ocurre a diario en el supermercado. Y en todas partes, supongo.
En el bar de enfrente veo, acodado en la barra, a un individuo que se parece un poco a Neil Young y un poco a David Carradine en “Kill Bill (Vol. II)”. De lejos se parece más a Carradine, pero cuando me fijo bien advierto que tiene la cara de desencanto de Young, ese gesto del gran creador de “Harvest” que indica que está de vuelta de todo, o que está harto. Mi gente cree que estoy chiflado porque no dejo de registrar los detalles mientras camino por la calle o conversamos en los bares. Hablemos de lo que hablemos, hagamos lo que hagamos, mis ojos buscan personajes, situaciones, detalles. Jeff Bridges hacía de escritor en “Una mujer difícil” y le decía a su alumno que los detalles eran lo más importante en una historia.
Llego a mi calle. Junto al portal alguien ha dejado media casa. Han tirado en la acera y en el asfalto un mobiliario completo: armarios, cómodas, sillas, etcétera. A veces vas andando por ahí y encuentras un sofá al lado de un árbol. O dos colchones. O un somier. Aquí se tira todo y todo se aprovecha. Porque, al lado de ese despliegue de muebles rotos y sucios hay una prole entera. Son los hindúes hacinados del piso de enfrente. Los niños dan mucha guerra, todo el día en el balcón, y me temo que es porque no tienen tele. Tampoco parece que les dejen salir a la calle a divertirse. Los niños y los adultos rodean los muebles, y se llevan algunos a su piso. Parecen aves de rapiña. Son tiempos de crisis pero, aunque no lo fueran, estas familias harían lo mismo. Para los más pobres, la crisis siempre es la misma. No pueden perder más. No pueden perder lo que no tienen. Este es mi barrio, Lavapiés, y me gusta.