Con estos tiempos de ajuste de cinturón, de ahorro y de caídas en picado de la bolsa aprenderemos a valorar las cosas de otro modo en el futuro. O mejor, ya mismo: hoy, en el presente. Mi abuelo materno conocía el valor de cada peseta, de cada céntimo. Eso es algo que la mayoría perdimos con la llegada del euro y el redondeo e incluso antes. Uno se dice: “Bah, eso sólo cuesta diez euros”. Pero diez euros son mil seiscientas y pico pesetas. Recuerdo tiempos no lejanos en los que un libro costaba mil pesetas. Luego lo pusieron a diez euros. Al final terminabas creyendo que pagabas lo mismo, pero en realidad te la habían endiñado con todos los productos. Mi abuelo conocía el valor de cada peseta porque había sufrido la guerra civil, la condena, la cárcel, la postguerra y el hambre. No es poco. Eso endurece a cualquiera.
Nos preguntaba mi abuelo, en los noventa: “¿Cuánto os ha costado eso?”, y nosotros respondíamos: “Quinientas pesetas, abuelo”. Y se le abrían mucho los ojos y exclamaba: “¡Hostias, quinientas pesetas! ¡Carísimo!”. Se escandalizaba y nos hablaba de los precios y de los tiempos de la miseria. En la familia no aceptaban su sistema de valores. “El abuelo es un tacaño”, solía decirse. Pero no era un tacaño. Su pasado y nuestro presente demuestran que no lo era. Sólo miraba con ojos precavidos lo cara que está la vida. Hasta para morirse hay que gastar. Sabía que una mañana tienes ahorros y no vives mal y al día siguiente estás con un fusil por los caminos, y al otro tienes que comer gracias a los cupones y adelgazas hasta convertirte en “el hombre delgado que no flaqueará jamás” (verso de Pedro Casariego Córdoba recogido por Bunbury en una canción de su último, y exquisito, disco). Mi abuela materna, en cambio, no miraba el dinero con lupa. A mi abuela le aterrorizaba la noche. El recuerdo de esas noches que traían conspiraciones y paseos hasta un barranco y conjuraciones del mal. Pero la noche y sus peligros no tienen nada que ver con el tema del que estamos hablando. Estábamos con el dinero. Si hoy viviese mi abuelo y viera el panorama (miedo, crisis, paro, caídas en la bolsa), apuesto lo que sea a que comentaría: “Os lo dije”.
Ahora la gente trata de ahorrar y de no gastar mucho para afrontar la que está cayendo y la que aún tiene que caer. Un buen método para no gastar es mantenerse conectado a internet durante horas y horas al día. Por un precio módico al mes, el internauta puede hacer de todo: leer la prensa, buscar tías en bolas, ver vídeos y canales de televisión, descargarse películas y discos y verlas y oírlos en sus correspondientes programas reproductores, chatear con colegas, conocer gente, merodear por otras tierras con el Google Maps, leerse un libro en la pantalla y poemas y cuentos y post subidos en sus blogs favoritos. A veces, cuando uno sale a la calle (aunque con esto me refiero más a mi ciudad natal), y se pregunta: “¿Dónde demonios está todo el mundo?”, se olvida de que la mayoría está en la red. Allí hay otro mundo, que cuesta menos dinero. Aunque sospecho que a mi abuelo tampoco le habría gustado. Seguro que hubiera desconfiado de las huellas que deja uno en la red: el registro de nuestra identidad y gustos mediante la creación de webs, los posteados en las bitácoras, los comentarios, las fotografías, los datos de nuestra tarjeta en las compras virtuales, los datos personales que introducimos ya casi para cualquier cosa. En su juventud identificaban a los fugitivos por ciertas señas (un lunar, un tatuaje). Hoy basta con entrar en internet para que te cacen, para que te identifiquen, para ser controlado. Y te preguntarás qué tiene esto que ver con el dinero y la crisis. Todo, amigo. Todo tiene que ver con el dinero.