El escenario es simple: un ring. Pero esa simpleza juega a favor del impacto de la obra y del shock que recibimos los espectadores cuando entramos en la Sala Francisco Nieva del Teatro Valle-Inclán, sito en Lavapiés. Dentro del cuadrilátero se desarrolla el drama completo, aunque algunos de los actores a veces salen de las cuerdas y pasean o corren alrededor. No hay mucho atrezzo, pero esa falta la suplen el sonido (retransmisión del presentador, ovaciones grabadas, música y canciones de la época) y nuestra imaginación, aliada con el reparto, capaz de representar la antigua redacción de un periódico sólo con ruido de máquinas de escribir y movimiento de dedos sobre un aparato invisible. La obra la ha escrito Juan Cavestany. Dirige Andrés Lima. Con las obras de Animalario nunca se sabe qué va a ocurrir. Siempre hay sorpresas, giros inesperados. Sus actores lo viven tanto y a veces improvisan tanto que uno teme que se rompa esa frágil línea entre la interpretación y la realidad.
La obra “Urtain” ya nos aclara desde el título que será un retrato de José Manuel Ibar Aspiazu, boxeador conocido con otros nombres: Urtain y el Moskorro de Cestona. Un retrato duro, nada complaciente, en el que no sólo vemos los errores cometidos por un hombre quizá de pocas luces, sino que averiguamos que, en su caída al vacío, en su declive, juega un papel fundamental la España profunda de los años setenta, ochenta y principios de los noventa. Una de las virtudes de la obra es que arranca desde el momento en que, poco antes de los Juegos Olímpicos de Barcelona, José Manuel Urtain se lanza a la calle desde su piso en Madrid, y va retrocediendo hasta sus orígenes mediante asaltos o capítulos. Primero vemos a un Urtain envejecido y cansado, en vísperas de su suicidio. Después, a un hombre algo menos molido al que sus amigotes toman el pelo en la tasca. El retroceso hacia los años de gloria, la foto con Franco, los viajes al extranjero, no suponen que el boxeador haya tenido épocas mejores: en su camino al éxito siempre hubo engaños, trampas, errores, lo utilizaron como una marioneta porque simbolizaba España. La España triunfante y con un par de huevos. Los orígenes se remontan incluso al bosquejo de Urtain padre, un vasco bronco y cerril que azota a su hijo y luego va al bar y se mete en una ridícula apuesta por la que termina convertido en un cadáver. De fondo, personajes de aquellos años: Raphael, Adolfo Suárez, Pedro Carrasco, Paco Martínez Soria.
La clave de “Urtain”, sin embargo, reside en la interpretación de Roberto Álamo, quien da vida al Urtain agotado, al joven e ingenuo, al boxeador, al levantador de piedras e incluso a Urtain padre. Él es la pieza central del drama. Alrededor de su figura gira todo. Giran el argumento y los personajes. Yo había visto a Roberto Álamo en otras obras de teatro, y en tres o cuatro películas. Es en escena donde desarrolla su potencial en pleno. Se trata de un actor muy intenso, cuya intensidad a menudo desemboca en una explosión súbita de su personaje. Roberto es una olla a presión y, hacia el final de “Urtain”, estalla de rabia cuando el boxeador descubre que le han engañado. El público se queda mudo, sin pestañear. Para el papel se ha sometido a un severo entrenamiento en el ring y en el gimnasio. Se ha puesto como un toro, lleno de fibra y músculo, lo que sin duda aporta otro grado de credibilidad a la obra. En “Uratin” está perfecto: su personaje da pena y da miedo. Grande, Roberto Álamo. Y además tiene dos estupendos blogs en los que cuelga sus poemas y sus fotografías.