Encuentro un reportaje cuya primera frase dice: “Algunos pacientes con cáncer pueden encontrar alivio en la escritura”. Se trata del típico estudio que han hecho en Estados Unidos para demostrar hasta qué punto es efectiva la llamada “medicina narrativa”. Es la primera vez que oigo hablar de este concepto, pero no será la última, supongo. Más adelante, leo esto: “(…) un nuevo trabajo ha demostrado que el acto de escribir en sí mismo podría ayudar a muchos pacientes oncológicos a entender mejor sus propios sentimientos y necesidades; e incluso aliviar su dolor físico”. Para quien jamás haya escrito, más allá de los dictados del colegio o las respuestas de los exámenes, esto puede parecer una tontería. No lo es. A menudo suele decirse que la gente escribe (escribimos) porque no es feliz. Es una de las tópicas respuestas en las entrevistas literarias: “Si fuera feliz, no escribiría”. El asunto no es tan drástico, pero hay mucha verdad en ello. Vamos por partes.
Con esa frase sobre la infelicidad, ya un poco manida, lo que se pretende es hacer entender que la escritura sirve de bálsamo, de alivio, porque uno se distrae, se confiesa a sí mismo, se vuelca en el papel, se desnuda emocionalmente como no lo haría con su mejor amigo, e incluso apacigua de algún modo el dolor, aunque no lo olvide. Escribir, en los malos momentos, es cuando más reconforta porque es igual que el abrazo de un ser querido. Recuerdo la muerte de mi abuela materna, hace ya unos cuantos años. El máximo consuelo lo encontré en la escritura de un artículo y de un cuento sobre aquel día negro. Escribir es la receta para combatir los sinsabores, los zarpazos y los golpes continuos de la vida. Son numerosos los casos de escritores que, sabiendo que la fecha de su extinción está fijada por la enfermedad, empiezan a escribir de su lucha por la vida y de su aceptación de la muerte. Enfermos de sida, enfermos de cáncer, enfermos de lo que sea. Necesitan escribir sobre ello.
Ahora pongamos el ejemplo de un tipo totalmente feliz. Me refiero a alguien que no tenga que hacer frente a las derrotas diarias con las que todos convivimos: cómo llegar a fin de mes para pagar las facturas, cómo reunir fuerzas cada mañana para levantarse a trabajar tras una noche de insomnio, cómo esquivar a algún pelmazo de la oficina, cómo hacer lo correcto para que el jefe de turno no se nos eche de encima, cómo romperse la cabeza para que te cuadren las cuentas y puedas ir de vacaciones, cómo superar el día a día de la rutina. Me refiero a alguien que lo tenga todo. Un millonario. Un hombre que haya heredado una fortuna, cuya vida consista en firmar papeles para que sus negocios (que llevan otros) sigan teniendo rendimientos, que tiene varias casas dispersas por el planeta, que se juega una fortuna en los casinos y vuelve rico al croupier con una propina y que se dedica a viajar y a degustar mujeres, buenos vinos y cenas salvajes en restaurantes de precio prohibitivo. Pues bien: ese hombre, creo yo, está demasiado ocupado, demasiado feliz tomándose un daiquiri en la cubierta de su yate, cerca de una isla paradisíaca, con una chavala bajo cada brazo, como para ponerse a escribir algo. Cuando recibimos una noticia que nos hincha de felicidad, ¿qué hacemos? Por lo general, salir a celebrarlo. Contárselo a nuestras madres por teléfono. Dar un paseo por la calle para disfrutar del sol, de los pájaros y del aire puro. Cuando uno recibe un golpe, sea de la clase que sea, es mejor asumirlo, sentarse a una mesa, coger el bolígrafo o el lapicero o la máquina o el teclado y ponerse a escribir. Por eso aplaudo ese estudio sobre la “medicina narrativa”. Alivia.