Tengo varios pares de tapones de espuma. Para dormir sin escuchar los ruidos de la calle. Para leer o escribir cuando los vecinos del piso de enfrente dan guerra. Los mejores son los que utilizo últimamente. Con los anteriores, oía el despertador al primer timbrazo. Con los nuevos, tardo unos tres timbrazos en advertir que la alarma se ha puesto en marcha. A pesar de su resistencia, de su fortaleza de espuma, la tormenta de la madrugada del martes al miércoles me despertó y los tapones no pudieron impedirlo. Llevaba media hora metido en la cama. Significa que, para entonces (en torno a la una y poco), ya había entrado en la gomosidad del primer sueño, del que es difícil despertar. A través de la pesadez del sueño y de la densa protección de los oídos, me llegaron los ruidos de la ventana, los estruendos de la calle. Desperté sobresaltado. Abrí los ojos. Tardé en comprender qué estaba pasando. Porque uno, así, se despierta como si fuera sordo. Sabe que algo sucede, pero no lo oye con claridad. Durante un par de segundos se me vinieron varias razones a la cabeza: la casa se convertía en escombros, estaban asaltando el piso, se caían los libros y los adornos de la biblioteca. Y, luego, la comprensión: será una tormenta.
Cuando me quité los tapones y salté de la cama y corrí al balcón, ya había caído granizo suficiente para despertar a todo el vecindario y teñir las aceras de blanco. La persiana del cuarto en el que duermo estaba levantada, y por eso la sensación de estruendo y estropicio había sido mayor: las bolas de hielo golpeaban el cristal, con amenaza de quiebra. Bajé la persiana por miedo a que el granizo rompiese la ventana, como luego he visto en los telediarios que hizo con los parabrisas de algunos coches aparcados en la calle. Los vecinos, asombrados, se asomaban desde sus balcones. Cogí un pedazo de hielo para tantear su grosor. Dicen en la prensa que su tamaño se medía con el de las cerezas. Es verdad, e incluso vi algunas bolas algo más grandes. Hice varias fotografías, pero salieron mal por culpa de la lluvia en los cristales y por el brillo de las farolas en cada fragmento de hielo. En el balcón tenemos atados algunos discos compactos, cuyo resplandor se supone que ahuyenta a las palomas. El granizo los machacó. También machacó mis sueños, y me pareció que estaba en medio de una pesadilla. Unos minutos después, despejado, disfruté un poco de la tormenta, pues me gustan estos chaparrones en mitad de la noche. El susto lo dio el estallido de los truenos y el golpeteo del granizo. Acaso algunos de los lectores hayan visto la película “Magnolia”. ¿Recuerdan la tormenta de ranas? Pues el estruendo no era muy distinto al que la otra madrugada escuchamos en Madrid. Como si el cielo cayera sobre nuestras cabezas, citando a los galos de la aldea de Astérix y Obélix. Parecía que algo se derrumbaba e iba a aplastar la ciudad.
A la mañana siguiente fui a hacer unos recados. Me moví por Lavapiés, La Latina, Embajadores y las proximidades de Atocha. El manto blanco y helado de la noche anterior había sido sustituido por una alfombra verde y húmeda en las aceras: las hojas de los árboles. En todas esas zonas hay bastantes árboles. El granizo los había triturado sin piedad. Por todas partes había miles de hojas rotas, de ramas quebradas, de huellas del paso de la tormenta, que ha causado numerosos estropicios: inundaciones en túneles del metro y en portales, aves muertas, cortes de tráfico, calles convertidas en lagos, cristales agrietados… Parecían los estragos de una batalla.