A mediados de julio se inauguró en Zamora el Centro de Interpretación de las Ciudades Medievales. Acoge tres posibilidades, en tres espacios distintos: el mirador del Duero, las exposiciones temporales y el centro de interpretación. Fui a verlo con el tiempo justo: un recorrido de apenas diez minutos porque teníamos prisa. Mi madre insistió en que acudiéramos a visitarlo y yo fui gruñendo porque había quedado con mis amigos en la Plaza Mayor y no nos daba tiempo. En seguida me arrepentí de mis palabras y de mis gruñidos. Al entrar tuve que quitarme el sombrero, metafóricamente. El edificio es una maravilla. Se respira sosiego. Es el clásico sitio confortable. Hay lugares que nos erizan el vello de la piel cuando entramos en ellos. No sucede lo mismo con el C.I. Por si fuera poco, continuaba abierta la exposición titulada “Lo redondo es concreto”, de José Luis Coomonte (de la que recibí puntual invitación, pero no pude acudir el día de la apertura). Una muestra con piezas célebres de su repertorio. La Corona de Espinas hecha con rejas de arado, por ejemplo. O esas esculturas de hogazas de pan. Parecen panes auténticos. Cuando aún vivía en mi tierra, compartí tertulia con Coomonte en Radio Zamora durante muchos viernes. Marichu García nos lo propuso. Una tarde me senté a la mesa y había un pan de pueblo en el centro. Coomonte me dijo que lo probara. Quise partir un pedazo para degustar lo que parecía un manjar y entonces advertí que estaba hecho de escayola y no de miga. El artista suele ser un mago. José Luis es un mago. Disfruto de las piezas de la exposición, aunque a velocidad de vértigo porque se me hace tarde.
En el patio, en el piso de abajo, junto a las esculturas de Coomonte, en las que ha empleado diversos materiales, hay una higuera y un granado. Los higos están en su punto y probamos uno: la mayoría se está cayendo ya del árbol. Son deliciosos. Las granadas aún no han crecido lo suficiente como para reventar o para coger una y probarla. Hago algunas fotografías con el móvil. A mis espaldas, mirando hacia el cielo, hacia el fondo, diviso parte de La Catedral.
El momento más asombroso (y, para mí, inesperado) es cuando subimos al piso superior. Detrás de las salas donde cuentan parte de la historia de Zamora mediante vídeos, maquetas y demás, hay un mirador. Un punto extraordinario para observar mi rincón favorito de la ciudad, ese espacio inolvidable y compuesto de un paisaje seductor en el que caben el río, los dos puentes, las orillas, la carretera, los tejados de las casas próximas. Y el cielo y la luz, claro. Las aguas reflejan la otra orilla, los árboles y el Puente de Piedra, y parece un espejo cristalino y limpísimo. El Duero no está limpio a su paso por aquí, pero desde lejos y con esta luz de la tarde lo parece. Es mi vista preferida. Cuando vivía en la ciudad acostumbraba a sentarme en los miradores, en las tardes tristes de invierno, para gozar de esta estampa. Pero el mejor sitio que he encontrado es esta sala, dotada de un par de sillones y de grandes cristaleras y de una grabación sobre el río y su historia. Mientras contemplo el paisaje, uno de mis familiares dice que quiere vivir allí, en ese punto, con esta postal cuajada de enigmas y claroscuros. En uno de los cristales leo un fragmento de un poema de Raymond Carver, uno de mis escritores predilectos y cuyas obras releo de vez en cuando. Al principio me ofendo un poco porque creo que está mal escrito el nombre (pone “Raimon Carver”), pero de vuelta a Madrid me doy cuenta: es la manera de catalanizarlo. No olviden visitar este lugar y sentarse durante unos minutos en el mirador.