Hace unos años vi a Coldplay en el Palacio de Deportes de la Comunidad de Madrid (metro Goya), un buen sitio para los conciertos, espacioso y confortable, pero cuya acústica no brinda un sonido limpio al cien por cien. He ido muchas veces y siempre retumba un poco y se notan demasiado el bajo y la batería. El domingo anterior, por la noche, fui a repetir la experiencia de ver actuar a Chris Martin y su banda. Ya dije que a mí me gustaba Coldplay antes del primer concierto del que hablaba antes, pero desde entonces me entusiasma. A quienes no lo han visto ni oído en un escenario procuro aclararles de este modo la diferencia entre las grabaciones y los conciertos de este grupo: en los discos hay pop melódico, lento, pausado; pero en los directos hay trueno, un pop rock salvaje y cañero que hace vibrar y saltar al público.
Días después de salir su nuevo disco, de título raro (“Viva La Vida or Death And All His Friends”), discutí con algunas personas que, antiguas seguidoras de la banda, no están conformes con el nuevo puñado de temas. El disco es demasiado experimental, me dijo un colega. A mi juicio, no tiene por qué ser malo. De acuerdo, “Life in Technicolor”, el primer corte, no tiene letra y es muy breve, pero garantiza el buen rollo, te mete en ambiente, que es lo que ocurrió en el concierto del otro día en Madrid, dado que es el tema con el que abren. Pero luego vienen canciones que no me canso de oír: “Cemeteries of London”, que transmite una alegría explosiva; la estupenda “Lost!”, que resulta más enérgica cuando la tocan en directo; “42” empieza como una balada, pero en el minuto dos da un giro radical que se agradece mucho en el concierto, sobre todo en los guitarreos finales; de “Lovers In Japan / Reign Of Love” sólo me gusta la primera parte y asumo que el resto del tema es un relleno o no está a la altura; a “Yes” le sucede lo mismo, se cae hacia la mitad, pero los cinco primeros minutos son impecables; los dos cortes siguientes, “Viva La Vida” y “Violet Hill”, me parecen extraordinarios de principio a fin; baja un poco el tono “Strawberry Swing”, pero no está mal; y “Death And All His Friends” es uno de los mejores, el broche ideal.
La otra noche tocaron alrededor de una hora y cuarenta minutos. Supongo que quienes estábamos allí esperábamos una duración similar al directo de Barcelona, o sea, dos horas, según cuentas las crónicas. Fue breve, pero intenso. Aunque no pude disfrutarlo tanto como hubiera querido: hubo algo que me dio alergia, quizá las emanaciones de niebla que suelen soltar en estos espectáculos, y me provocó picores de nariz y algún estornudo. Y tenía al lado a tres morlacos angloparlantes que no paraban de chillar: “Woooooaaaauuuuuu”, o sea, el clásico gritito yanqui de las celebraciones que me saca de quicio. Me cuesta soportarlo incluso cuando lo oigo en las películas. Este directo fue, también, un poco experimental. Así lo demostraron las versiones distintas y extrañas de un par de temas conocidos, o la idea de desaparecer del escenario para reaparecer en otro punto del estadio, cerca del público, o en el extremo de una de las pasarelas. Martin es un show andante en el escenario. Además de cantar, toca el piano, la guitarra y la armónica, y no para de moverse, de correr, de hablar en castellano cuanto puede. Se nota que es un tío feliz. Y contagia esa felicidad, esa alegría de vivir del hombre que el escritor Phillip Lopate desacreditaba en un ensayo titulado “Against Joie de Vivre”. Porque esa es la expresión y el lenguaje del pop. El directo de Coldplay fue una fiesta total de pop rock, con explosiones de colorido, manifestaciones de júbilo y papeles de colores volando por encima del público.