Rememoro ahora uno de esos días del verano que acaba de terminarse. Uno de los pocos días de mar y playa que tuve. Queríamos comer junto al agua. Llevamos bocadillos y una botella grande de agua mineral. Cada bocadillo iba dentro de su envoltorio de plástico. Los compramos en un supermercado. Dos bolsas recubrían la comida y la bebida. Cuando llegamos a la zona de las rocas, busqué un sitio cercano que no estuviera al sol. Un poco más abajo de donde plantamos las toallas había una hondonada en la roca, una especie de gran socavón al que no llegaba el agua. En un recodo no daba el sol, y la cavidad formaba una pequeña gruta. Puse allí la bolsa, tras observar que el agua no alcanzaba ese tramo.
No sé cuánto tiempo transcurrió. Quizá media hora. O por ahí. Un poco antes me pareció escuchar el crujido de la bolsa, pero supuse que sería la consecuencia de un golpe de brisa. No le di importancia. Fui a buscar algo a la bolsa, creo que la botella de agua. Me agaché entre las rocas y extraje el bulto. Comprobé entonces que ambas bolsas, una metida dentro de la otra, habían sido rasgadas. Como si un niño torpe hubiese intentado romper el plástico con sus uñas. Inspeccioné los bocadillos. A uno de ellos le faltaba un trozo de envoltorio. Parecía que lo habían arrancado. Y no sólo eso. La punta del pan, lo que llaman el currusco, estaba mordido. Le faltaba un trozo. Por allí no había niños y me hubiera dado cuenta de la proximidad de cualquier persona, ya que la bolsa distaba un metro y medio de nosotros. Tampoco había perros. Apenas había gente. Atónito, en cuclillas, escudriñé el pequeño hueco. Era posible que, por algún agujero entre las piedras, hubiera subido un cangrejo, atraído por el olor sabroso del queso. Imaginé que habría peleado contra los plásticos, en su desesperación por matar el hambre, y que luego habría roto el precinto del bocadillo hasta arrancar un pedazo con las pinzas y llevárselo a la boca. Pero había algo que no encajaba. Aparté las bolsas del lugar y las puse sobre mi toalla, tapadas con la camiseta. Extraje el bocata mordido y corté un pedazo pequeño con la mano. Fui a colocarlo en el mismo sitio donde habían estado los alimentos y el agua. Si un cangrejo había intentado zamparse mi comida y le había interrumpido en su tarea, aún tendría hambre. Dejé el señuelo y me senté a metro y medio, en silencio y dispuesto a observar.
Fue visto y no visto. Apenas tres segundos. Al poco de dejar el pedazo de pan con queso y jamón york, un bicho saltó sobre la comida. Un roedor. Dos saltos. Uno para caer junto al pan y cogerlo entre los dientes. El otro para desaparecer entre las rocas. Permanecí quieto y, unos cuatro o cinco segundos después, el roedor regresó al lugar del crimen. Esta vez asomó sólo la cabeza, husmeó el suelo y se llevó un par de migajas que habían quedado sueltas. Volvió a esconderse. Al moverme para coger otro trozo de pan, hice ruido con la bolsa, el animal se asustó y salió corriendo por las rocas. Escaló la pared que había detrás y supongo que se refugió en la maleza. Tiré el bocadillo, claro. El roedor gastaba las mismas dimensiones de una rata, y la cola era idéntica: gruesa y larga. No tenía cara de rata, sino de ratón. Uno ve las facciones de una rata y las encuentra repulsivas; pero un ratón resulta simpático. Sería una rata de campo. Son menos asquerosas que las que se alojan en las alcantarillas y se comen las basuras o anidan en los vertederos de las afueras de las ciudades. Fuera lo que fuese, debía tener mucha hambre para arriesgarse a bajar hasta la orilla del mar y husmear en la comida de los bañistas que rondábamos por allí.