Sin duda, lo que más me atrae de Hellboy, el demonio inventado por Mike Mignola y trasladado al cine por Guillermo del Toro, es su pasión por los gatos. En la primera película salvaba la cesta de gatitos de una anciana mientras, con el otro brazo, se medía con una bestia en los andenes del metro. En la segunda, un bichejo oculto bajo los rasgos de una vieja va a comerse un felino y Hellboy, a pesar de las órdenes de su superior, que le insiste en que no mueva un dedo, se levanta furioso e impide que el animal muera. No puede estarse quieto cuando la vida de un felino peligra. Y vive rodeado de gatos en su habitación. Por eso creo que Hellboy, si existiera en realidad, estaría a sus anchas en Ibiza, donde año tras año me sorprende y maravilla el culto al gato y el respeto que se siente por este animal.
Ya he contado que comí en un restaurante con vistas al mar por cuyas mesas rondaban los felinos. Y que tropecé con una agradable librería en la que los perros y los gatos se paseaban por el interior del local o dormían junto a las puertas de entrada. Una noche, tomando un mojito en la terraza de un bar del puerto, vimos a un gato siamés y ya maduro merodeando por debajo de las sillas. Cuando se acercó a donde nosotros estábamos le pasé la mano por el lomo. Me fijé en su collar. Era el gato del bar, y se paseaba a sus anchas por la calle. Caminó por entre las mesas y las sillas y se dejó propinar unas caricias de los clientes, y luego cruzó la calle despacio y se paseó por la acera de enfrente. Los gatos de la isla son cachazudos, se dejan acariciar y viven con la misma serenidad que esos perros mansos que vemos a la sombra en los pueblos más recónditos. Paseando por entre los comercios del puerto, me detuve frente a una tienda. Creo que era de ropa. Del interior salieron dos gatos blancos y con algunos kilos de más. La dependienta permanecía apoyada en la jamba de la puerta y conversaba con un hombre que, en mitad de la calle, se agachó para acariciar a uno de los felinos. Esta vez no quise darles palmadas en el lomo: desconfío de los felinos viejos. Cuando ya han cumplido bastantes años están para menos bromas y pueden darte un zarpazo si les molesta el exceso de toques de mano. Uno de los animales se paseó por entre el bullicio de la calle, atestada de compradores y curiosos. Algunas personas detenían su marcha para darles una caricia en la cabeza o, como yo, para observarlos. La última tarde íbamos de camino a ver una puesta de sol en los bares del entorno del Café del Mar, en San Antonio, cuando me fijé en un gato que estaba de caza entre los arbustos y rastrojos previos al inicio de la playa. La gente pasaba a un metro y medio del gato, y estoy hablando de muchas personas de camino a la atalaya desde la que ver al sol ocultarse, y ni el animal se inmutaba ni se distraía ni se asustaba, ni la gente molestaba sus andanzas y sus investigaciones. Cada cual a sus asuntos.
No es raro ver a los conductores intentado aparcar y parar el coche porque un gato flemático pasa por delante, sin que le espanten el motor, los faros ni el rugido del tráfico. En Ibiza hay un respeto envidiable por los gatos. A Hellboy le encantaría. La gente los deja tranquilos y ellos se han habituado a ser un transeúnte más. Se pasean por la calle sin que nadie los moleste. Los dueños los dejan sueltos y ellos van y vuelven por los comercios, las tiendas y los bares. El personal los acaricia. Los admira. Algo que no se encuentra, por ejemplo, en mi ciudad natal, donde trataron de exterminar a los gatos que hacían compañía a los muertos del cementerio (no sé si lo lograron) y prohibieron a las señoras que les dieran de comer.