Internet ha favorecido las comunicaciones y facilitado el acceso a la cultura, entre otras ventajas. Pero nos conduce a consumir sin medida. Esto es lo que me explicaba un amigo músico la otra noche. Que, con los programas de descarga e intercambio de archivos, con las facilidades que uno tiene para obtener un disco, un cómic o una película, estamos perdiendo algo. La capacidad de saborear los productos. Me dijo: No sé cuántos discos tengo ahora que ni siquiera he escuchado, y que quizá nunca escuche. Se acumulan. Antes era distinto, me dijo. Antes ahorrabas un dinero e ibas tan feliz a la tienda de discos. Comprabas el vinilo o, más tarde, el compact disc, y lo disfrutabas una y otra vez en tu reproductor. Le dabas tanto uso que, si era de vinilo, terminaba rayado. Se lo grababas a los amigos. Lo escuchabas una y otra vez, para sacarle todo el partido posible al dinero que habías invertido en la compra. Incluso, dijo, aunque el disco te decepcionara tras oírlo la primera vez, te obligabas a escucharlo varias veces para intentar conseguir que te gustara.
Eso no ocurre ahora. O sucede sólo en ocasiones muy señaladas. Un disco te tiene que apasionar mucho para que le dediques varias audiciones seguidas. Lo normal es escucharlo una vez, volver a oír algún tema, grabarlo en un cd, almacenarlo junto a la colección y pasar al siguiente. No es raro que el disco permanezca sepultado en tu fonoteca e incluso, con el tiempo, te sea difícil encontrarlo. O que te hagas con una segunda copia porque no encuentras la primera. Con las películas sucede otro tanto. Recuerdo otros tiempos, cuando éramos críos. No se estrenaban tantos filmes como ahora, muchos se quedaban en las fronteras y los recuperábamos años después, en vídeo o en los pases televisivos. Y, a poco que nos gustara una película, éramos capaces de visionarla entre tres y quince veces. O más. Yo me aprendí el guión de muchísimos filmes de los setenta y los ochenta. Toda la zona de la memoria que debía haber destinado a los estudios, la consagré a los diálogos cinematográficos. Hoy día no es posible. Hay mucho que ver. Mucho que oír. No da tiempo. El acceso ilimitado a las múltiples obras consigue que consumamos mucho y degustemos poco.
¿Esto es bueno o malo? Mire usted, depende de cómo se mire y depende, sobre todo, de cada persona. Puede que en estos tiempos de urgencia saboreemos menos, pero a cambio conocemos más. En vez de saberte de memoria, por ejemplo, las canciones de los dos discos de Bruce Springsteen o de The Beatles que habías comprado, y desconocer el resto, ahora conoces todas pero no te aprendes ninguna porque te has hecho con toda su discografía y no tienes tiempo para memorizar. Es un ejemplo burdo, ya lo sé, pero el primero que se me ocurre. Y entenderán lo que quiero decir. A cambio de ese conocimiento exhaustivo te privas de saborear cada obra hasta sus últimas consecuencias, pero nadie dijo que las cosas serían fáciles. Nunca llueve a gusto de todos, etcétera. Hemos pasado de degustadores de productos aislados a consumidores de productos en serie. Y, además, siempre queda la opción de elegir. Me refiero a que nadie nos obliga, ni a usted ni a mí ni a mi colega, a bucear indiscriminadamente en la red para consumir con obsesión y hambre los discos, las películas, las series, los cómics. Los archivos están ahí, al alcance de la mano y el clic del ratón, pero nadie nos apunta con una pistola para que consumamos indiscriminadamente y no elijamos. ¿O sí? Quizá la sociedad de consumo y, por ende, la publicidad, sea una especie de pistola que nos apunta y nos incita.