Seguimos hablando de Pastrana, con la venia del lector (si no se ha cansado ya de mis historias manchegas). Me faltan por mencionar los bares y el balneario que visité. Para quien se dedica a escribir, un día en cualquier otra localidad que no sea la habitual es un catálogo de sensaciones y recuerdos que aprovechará para su escritura y que le supone exprimir los jugos de cada anécdota y verterlos en el papel. Del mismo modo que los hombres están obligados a expulsar por el ano lo que comen por la boca, los escritores tienen que expulsar por las manos todo cuanto les ha entrado por los otros sentidos. Es como una enfermedad. Uno no puede olvidarse de cuanto vivió y necesita contarlo, escribirlo, narrarlo como bien pueda o sepa o se le antoje.
Debería entrar en los museos, visitar los palacios, las sinagogas, los conventos y las casas señoriales. Pero no apetece. No con este calor. Tal vez en otoño, quizá en primavera. Quién sabe. Volvamos a “Viaje a la Alcarria”: “Pastrana es mucho pueblo para pateárselo entero en un solo día, y el viajero no se encuentra con ánimo para dar ni un solo pasa más”. Nos recomiendan las visitas guiadas. Pero es que, fiel a mis costumbres casi solitarias, aborrezco las visitas guiadas, las excursiones en masa y esos viajes donde un pelmazo al que jamás habías visto antes se empeña en hacerse amigo tuyo e ir contigo a los sitios, él y la mujer y su tedio conjunto. En las localidades que visito, otra regla gana siempre la partida: frecuentar los garitos, comer y beber lo que sus habitantes comen y beben. Hay un racimo de bares y tascas en las inmediaciones de la plaza de la Hora que recuerdan a los locales de tapas de mi tierra, de las tierras zamoranas y las leonesas. Me propongo recorrerlos y repetir en un par de ellos. El primer día le pido a un hombre claras con limón y unas berenjenas. Las berenjenas son un manjar, aunque se te escurre el agua por los dedos cuando hundes los dientes en su carne. A veces compro un bote en el supermercado. Pero es mejor degustarlas así: en una tasca, con ruido de fondo, con el sabor de la cerveza en el gaznate. El dueño acompaña todo con un platillo de aceitunas. Luego nos pone otro. Así da gusto, oiga. Al día siguiente volvemos y el hombre me dice: “Claras con limón, ¿verdad?” A eso se le llama tener buena memoria con la clientela. A mi lado está la señora que el día antes me vio perdido, con el plano en la mano, y preguntó qué buscábamos y si podía ayudarnos. Una y otra vez me cruzo con la misma gente. De un vistazo se sabe quién es forastero y quién es oriundo y quién nació aquí pero vive fuera y está de visita o viene a las fiestas, como cada verano. Pasa lo mismo en Fermoselle, lo sé porque es el pueblo a cuyas fiestas iba yo antaño, y en el que tengo algunas raíces: de un vistazo distingues a quien vive allí y a quien está de paso. Es fácil, sólo hay que observar.
En otro de los bares me fijo en un rincón ocupado por viejos que juegan al mus, con mucho jaleo de cartas y juramentos. En estas partidas siempre destaca alguien, uno que parece el jefe. Pido pepinillos con anchoa y aceituna y pimiento rojo: bocatas en miniatura. En otra tasca, media ración de anchoas. Así se va pasando la hora del vermú. Cada cierto tiempo recuerdo que me gustaría visitar el Monte del Calvario. Desde varios puntos del pueblo se ve la ermita, rodeada de cruces y de cipreses. Le da un toque siniestro al cerro. Pero no subimos. Insisto en que el calor aprieta demasiado y a uno se le va la cabeza cuando lleva un rato al sol. Por las noches, visitamos un pub donde sirven cenas, copas y cócteles. Pedimos unas caipiriñas. Luego, mojitos. La mujer que atiende la barra exclama: “¡Eso: de Brasil a Cuba, jaja!”