Camilo José Cela lo escribió mejor que nadie, así que recurrimos a su prosa: “A la mañana siguiente, cuando el viajero se asomó a la plaza de la Hora, y entró, de verdad y para su uso, en Pastrana, la primera sensación que tuvo fue la de encontrarse en una ciudad medieval, en una gran ciudad medieval. La plaza de la Hora es una plaza cuadrada, grande, despejada, con mucho aire. Es también una plaza curiosa, una plaza con sólo tres fachadas, una plaza abierta a uno de sus lados por un largo balcón que cae sobre la vega, sobre una de las dos vegas del Arlés”. Nos asomamos de mañana a dicha plaza, en la que hay un chiringuito donde despachan cervezas y suenan temas de Fito y los Fitipaldis. Cuatro o cinco mozos están instalando las talanqueras porque la próxima semana celebran encierros de toros y de vaquillas dentro del programa de fiestas. Aquí las llaman “taleras”.
En Pastrana todo el mundo es amable y solícito. Parados en la acera, con el plano en la mano y aire de viajeros perdidos, nos aborda una señora: “¿Qué están buscando?” Se lo digo y nos ayuda, nos señala y nos indica. Bajamos hacia esa vega mencionada en “Viaje a la Alcarria”. El sol de la mañana del sábado aprieta las seseras y afloja los pensamientos. Nos cruzamos con algunas personas que van a bañarse a la piscina municipal, que cae por allí cerca. A la entrada de la piscina, una placa: “Paseo Premio Nobel Camilo José Cela”. La vega es una maravilla. Cuajada de vegetación, dotada de caminos ideales para pasear, con huertos en los que se ven uvas, tomates, cebollas, berzas, pimientos… Con higueras. Con árboles de cuyas ramas penden unas granadas jóvenes que en breve serán exuberantes y hermosas. Una familia recoge patatas. Pasa algún señor. En pueblos con tantos vecinos nunca sé si saludar o no. Hace tanto calor matutino que sólo vemos, aparte de esas personas, a las lagartijas en las piedras. Ni perros ni gatos. Con estos calores y la caminata, el desayuno baja rápido a los pies. Al otro lado, en lo alto del valle, se recorta el monumento al Sagrado Corazón. Después de los días pasados en Madrid y sus ruidos cotidianos de agosto, andar por aquí fortalece el espíritu y calma los nervios: sólo se escucha el canto de algún pájaro y el rumor del agua de los regatos y de las acequias.
De vuelta al centro del pueblo, entramos en una tienda a comprar unos tarros de miel. La miel de esta región es famosa y exquisita. Hay que beber agua cada poco, para evitar el riesgo de deshidratarse. En las tascas, en las tiendas y en los supermercados recupero eso que he perdido en la capital: escuchar a clientas y parroquianos llamar por su nombre de pila a los dependientes y camareros, y viceversa. “¡Andrés, ponme unas cañas!” y “Paqui, ¿qué te cobro?” y cosas así, que aumentan la cercanía y dispensan un trato familiar entre unos y otros. Comemos en el restaurante del Convento de San Francisco. Lo rehabilitaron hace más de diez años para que albergara dentro una casa de comidas. Atiende a los comensales un batallón de camareras amables. Entro pensando en zampar menos que en la víspera, en pedir sólo una ensalada y algo de picar. Pero el recuerdo que me dejaron las migas en el paladar me obliga a corregir los planes, y volvemos a pedirlas. Y un poco de embutido, una ensalada de pimientos y un revuelto de ajetes y gambas. En La Mancha ponen platos enormes y raciones descomunales. Uno pide creyendo que se quedará con hambre y, en cuanto le sirven el menú, se da cuenta de su error. Así que no puedo acabar ningún plato. Pero esa comida me da tantas energías que ya no necesito cenar.