Entramos en un bar. El camarero salió a recibir a uno de mis amigos. Le preguntó qué tal estaba y le dio una palmada en la espalda. Es un colega que suele tener enchufe en los garitos. La gente lo encuentra simpático y agradable y eso le granjea la amistad de los porteros y de las camareras. Si estamos aguardando al final de una larga cola para entrar en un pub, y él suele frecuentarlo, no es raro que el tipo de la puerta lo vea y le haga una señal con la mano para que se acerque. Después le dice: “Puedes pasar ya. ¿Cuántos vienen contigo?”. Entonces nos saca de la cola y entramos delante de todo el mundo, que protesta en voz baja. Esa situación me da mucha vergüenza y a menudo no quiero entrar por la gorra, sino aguardar el turno, como los demás. Pero eso significaría quedarme solo esperando, y al final siempre entro con ellos, aunque el último y con la cabeza baja. Por mucho que los demás frecuentemos ese bar, él es quien tiene esa exclusiva. Ese privilegio. Volvamos al principio: un camarero salió de detrás de la barra a recibir a mi colega y nos indicó un lugar al fondo, donde habría sitio para todos. De camino, empezamos a bromear acerca de su enchufe y del trato favorable que recibía en algunos garitos. Y lo curioso es que no deja propinas, no tiene asuntos turbios, no maneja grandes cantidades de dinero, tiene un trabajo normal. Pero de algún modo ha conseguido, en ese aspecto, algo de poder. Alguien, entonces, aludió a la secuencia de la película “Goodfellas” (“Uno de los nuestros”) en la que el protagonista entra con su nueva chica en un restaurante de moda. Eso es poder, pero a gran escala y con mayúsculas. Vamos a analizarla.
Martin Scorsese elabora un único plano secuencia de larga duración, un logro deudor del inicio de “Sed de mal”. La cámara sigue a la pareja desde el momento en que llega frente al club y el hombre le deja las llaves del vehículo a un mozo para que lo vigile. Se trata de Henry Hill (Ray Liotta) y de Karen (Lorraine Bracco). Hill da una propina al mozo y, sorteando la cola de entrada al garito, se meten por una puerta trasera. Él dice que es mejor así. En su camino por pasillos, por escaleras e incluso por la cocina, Henry va saludando a todo el mundo y a algunos de ellos les da un billete de veinte dólares. Cuando entran en la zona destinada al restaurante, el encargado se acerca a saludarlos de inmediato, con buenos modales y un toque de peloteo. “¿Tienes una mesa?”, pregunta Hill. “Sí, desde luego”, dice el tipo, y hace una seña a alguien que está fuera de plano y le pide una mesa, y ese alguien es un camarero que tarda apenas un segundo en aparecer, llevando en alto mesa y mantel. Esa rapidez no es un fallo, sino la diligencia que muestran otros cuando el poder se materializa. En menos de un parpadeo, la mesa está montada con su lámpara, las sillas y la corte de siervos alrededor. “El Señor Tony”, de la mesa vecina, les envía una botella de regalo. Henry reparte unos pavos. Karen no da crédito. Aún no lo conoce bien. “¿A qué te dedicas?”, pregunta. Hill dice: “A la construcción”. Pero el público sabe que es un gángster.
Esta es una de las mejores definiciones del poder que he visto nunca. Nos están diciendo que en el garito no cabe un alfiler, y que en esa clase de lugares no encuentras hueco salvo si has hecho una reserva. Pero el poder comporta que puedes cenar donde quieras aunque no hayas reservado mesa. Y la clave no son las propinas. Las propinas son el gesto generoso del gángster. En este caso, no conseguir sitio o tener que aguardar cola podría suponer que al dueño le partieran las piernas. Ese poder es una mezcla de fama y dinero que provoca miedo y respeto. Y abre puertas.