No sé qué hospeda la noche zamorana que, cada vez que regreso a la ciudad, me entrego a ella sin establecer límites. Sé cuándo salgo de casa, pero nunca cuándo regresaré, al contrario que en Madrid, donde procuro fijarme unos horarios y estoy más comedido. Puede que sea la distancia. La distancia entre los bares por los que me muevo y la distancia que hay hasta casa. Tan sólo unos minutos andando, y eso es un lujo. Volver caminando por San Torcuato. Sin agobios, sin jaleos, sin tráfico, sin peligros acechando en las esquinas, sin tener que recurrir a taxis, a autobuses ni a metros. Puede que sea la distancia, pero prefiero apostar por el encanto de la noche zamorana. No me lo invento. Algunas noches me he topado con gente que, a pie de barra o en la entrada de algún garito, me dice que vive en otra provincia pero suele venir de juerga a mi ciudad.
Me estimulan los bares de mi tierra. Nos apostamos en la barra y nos puede alcanzar la madrugada sin que nos demos cuenta. Me gustan los bares como sitios ideales donde establecer contacto, donde pegar la hebra y volcarse en las relaciones sociales. Las lenguas se sueltan en la noche, con el alcohol. Confesamos secretos que no confesaríamos a la luz del día, sentados en una terraza y tomando café. Se revelan más cosas junto a las barras de garitos y tabernas que en los confesionarios de las iglesias. Los curas deberían pasar unos días haciendo de barmen: todos los clientes admitirían sus pecados y sus crímenes y sus traiciones. De hecho, el barman es un confesor. Sólo tiene que servir la copa y poner la oreja. No hace falta que pregunte. En mis tiempos de camarero y pinchadiscos se confesaban conmigo tipos a los que nunca antes había visto. Porque la gente sólo quiere que la escuchen. Y para hablar necesita un oyente y un poco de alcohol en la sangre. Lo demás viene rodado.
Quemamos la noche. Cerramos los bares. La barra es el lugar por el que pasan los viejos amigos y los viejos conocidos. Los tipos con los que estudiaste en el colegio están por allí, como tú. Seguimos siendo los mismos, pero algo más viejos. Algunos con hijos. Es la hora de las confesiones. Nos rodea una niebla espesa de humo de tabaco, porque la gente no ha abandonado el hábito de fumar. A mí me parece que ahora hay más fumadores. Por las normas y prohibiciones. Si regalaran los pitillos, nadie fumaría. Aquello que no es aconsejable siempre resulta más seductor, atractivo. En la Plaza de Viriato hay un concierto de jazz, pero no vamos porque queremos estar en los bares. Y antes de eso hemos cenado bien. Deliciosas tapas en el Café Bar Viriato y en el Kalima. La clase de comida cuyos sabores casi te hacen saltar las lágrimas de placer y felicidad. La noche nos depara numerosos encuentros. No sólo con amigos y conocidos, sino con gente que uno conoce por casualidad. Pubs, bares, tabernas, discotecas. Hasta que el cuerpo aguante. La noche siempre empieza en el Ávalon. Ya lo he dicho y lo repetiré hasta la saciedad. Y luego, quién sabe. Ya veremos. Una frase de Julio Llamazares, hallada en uno de sus libros de viajes, reza así: “El viajero, cuando no sabe qué hacer, deja que se lo diga el destino”. Con la noche y su ruta de garitos sucede igual. El destino decidirá por nosotros, por los viajeros de la noche. El encanto de volver a casa dando un paseo, en la madrugada, mientras los felinos me observan con inquietud y recorren las sombras en busca de un poco de comida, en busca de gatas, o para entregarse a su territorio, que es el de las calles en la noche. Silencio en la ciudad. Sólo los gatos y yo. Su mirada misteriosa y mi cansancio.