miércoles, agosto 06, 2008

Ojos de color violeta

Elizabeth Taylor, “la actriz de los ojos de color violeta”, fue ingresada hace unos días en un hospital de Los Ángeles. Se temía por su salud. Parece que se trataba de una observación rutinaria y pronto volverá a casa. Liz Taylor es una superviviente. Si uno lee la lista de enfermedades, intervenciones quirúrgicas, adicciones a diversas sustancias y paros cardiacos que ha sufrido, sabe que se trata de una mujer de hierro. Casualmente unas semanas atrás compré en dvd una de mis películas predilectas: “¿Quién teme a Virginia Woolf?”. Así pude disfrutarla, por fin, en versión original, para gozar de la rotundidad de las voces de la propia Taylor y de Richard Burton. Tiempo atrás leí la obra teatral en la que se basa, escrita por el genial Edward Albee. He completado el círculo: hace años vi primero el filme, luego leí el libro y ahora he vuelto a revisar la película. La obra original es aún más cruel. En el cine, la prudencia de los productores hizo que cortaran unos cuantos tacos y varias de las frases más despiadadas. La película de Mike Nichols, sin embargo, cuenta con una ventaja: las actuaciones de Burton y Taylor en dos de las mejores interpretaciones de sus carreras. Albee tenía talento para escandalizar y para provocar y para adentrarse en las mentes de sus personajes. Aconsejo ver la película y leer la obra original.
Pero mi intención no era hablar de Albee sino de Liz Taylor. En mi última revisión de “Who’s Afraid of Virginia Woolf?” he vuelto a enamorarme de ella, aunque no sé muy bien si de la actriz o del personaje. Reconozco que nunca fue una de mis pasiones juveniles (me refiero al físico, no al talento); siempre opté por otras actrices clásicas en mis ensoñaciones: Marilyn Monroe, Ava Gardner, Audrey Hepburn o Lauren Bacall. Pero, en su papel de Martha, Liz es otra historia. Es un huracán sexual. Una bomba de relojería con los ojos tristes y cansados y tendencia a la bebida y una crueldad sin límites que la empuja a fustigar y humillar continuamente a su marido (mi admirado Richard Burton). En esta película su personaje es propenso al grito, a la infidelidad, a utilizar a los hombres como pañuelos y luego arrojarlos a la papelera y pisotearlos si no la complacen ni cumplen sus expectativas. En el rodaje estaba un poco fondona y tenía casi la misma edad que yo tengo ahora, y en la pantalla aparentaba más años (todo ello muy acorde con el personaje original). Y era una auténtica bruja seductora. Ebria, despeinada, vulgar y soez. Y, sin embargo, adorable y preciosa. En un plano humilla al profesor al que interpreta Burton y en el siguiente muestra su debilidad por él. Conozco pocas actrices que sepan gritar tan bien como la Taylor en esa película. No me refiero a esos chillidos que dan algunas féminas cuando el monstruo o el asesino de turno las acecha, sino a una bronca de verdad. A un rapapolvo ante el que cualquier hombre se quedaría mudo. Vean esas escenas en que está borracha, con el pitillo entre los dedos, y de vez en cuando se echa un trago al coleto, y mientras tanto ridiculiza a George (Richard Burton) sacando sus secretos a la luz, delante de los invitados, que asisten atónitos ante esa sarta de confesiones y acusaciones mutuas.
En los filmes en los que hace de mujer elegante o de mosquita muerta para mí no está tan guapa, tan rompedora, tan mujer como en la película de Mike Nichols. No en vano, obtuvo el Oscar a la Mejor Actriz Principal por su versión de Martha. Fue una pena que Burton no se llevara también un Oscar por su papel, pues estaba nominado y su interpretación es memorable. Aquel año tuvo competencia fuerte: Michael Caine, Alan Arkin, Steve McQueen y Paul Scofield. Ganó este último.