El taxista ofrece perfil de boxeador. Cabellos muy cortos, rostro de piel dura, rugosa, y nariz rota, con el puente abultado como si se lo acabaran de partir en el ring. Desde donde estoy sentado, en la parte trasera, veo su cuello cuando se concentra en la carretera y su perfil cuando paramos en los semáforos y gira un poco la cabeza para hablar. Somos tres pasajeros. Al principio no la pía, no dice una palabra. El amigo que está a mi lado nos cuenta una anécdota sobre las discotecas pijas donde te miran el calzado y la ropa y te dejan pasar previo abono de una talegada que no siempre incluye una copa. Ponemos a parir esos sitios y, entonces, el taxista rompe su silencio. Empieza a hablar de otros garitos pijos donde te clavan y te miran con lupa. Conoce la noche y conoce los mejores y los peores locales, tal vez por su oficio. Hay gente a la que oyes hablar por primera vez y te cae mal. Otras personas, en cambio, dicen una frase y ya cuentan con tu beneplácito. El taxista nos cae bien en cuanto empieza a largar. Se nota que es un buen tipo, endurecido, simpático, un tío con callo.
A partir de entonces toma el rumbo de la conversación. Nos cuenta varias anécdotas sobre su profesión. La pasta que cuesta la licencia. Las horas diarias que le echa al taxi (doce horas). El jefe para el que trabaja, que se toma vacaciones en agosto mientras él sigue deslomándose en el taxi al calor de la noche. Habla de los camiones de la basura y de los de la limpieza. Dice que tendríamos un problema si los encontráramos a mitad de nuestro trayecto. Que entonces no hay escapatoria y el coche debe ir detrás hasta que los basureros recojan todos los contenedores de la calle, salvo si uno encuentra una vía que corte esa calle y no sea de dirección prohibida. Y, unos minutos después de contarnos esto, topamos con uno de esos camiones de la basura y aún estamos lejos de casa y el contador aumenta la suma que nos cobrará, avanza ante nuestra impotencia. El taxista con aspecto de boxeador retirado cuenta que los taxistas son unos quejicas. “Son todos unos llorones, hombre. No hacen más que quejarse, pero no se bajan nunca del taxi”. También dice que, entre lo que cuesta la licencia y los gastos propios de la casa y demás, apenas les da para vivir holgadamente.
A nuestro alrededor, las calles están vacías porque empieza agosto. Ensarta otra anécdota cuando sacamos el tema de los barrios peligrosos. En cierta ocasión, una gitana lo lió para que la llevara al poblado de la Cañada Real, un lugar infecto donde se reúnen los yonquis, los camellos, los delincuentes y los más pobres, con viviendas ilegales y un vertedero a mano. En la televisión hemos visto reportajes al respecto. Cuando el taxista quiso darse cuenta, estaban en las inmediaciones de la Cañada y no supo cómo negarse: “Yo ya daba la carrera por perdida. Pensaba que no me iba a pagar y sólo quería salir vivo de allí. Cuando llegamos, los yonquis se cruzaban por delante del coche”. Una mezcla de hogueras y de escombros y de sombras. Debía tenerlos por corbata, pensando ya en su epitafio. Pero se llevó una sorpresa porque la mujer extrajo un billete de cincuenta euros para pagarle. Y ella añadió: “No se te ocurra coger a nadie de aquí, ¿eh?”. Le aconsejó que se fuera solo del lugar, sin pasajeros. “Tú verás: cómo tenía que ser aquello para que ella misma, que vivía allí, me aconsejara que no subiera a nadie”. Casi siempre se topa uno con taxistas poco o nada habladores, con tipos infumables que se niegan a llevarte a tu barrio o que no son amables. Y a veces se encuentra uno con un fulano como el taxista que se parecía a un boxeador, y te ilumina durante la carrera con sus anécdotas y curiosidades.