Si Nueva York es la ciudad que nunca duerme, entonces Ibiza es la ciudad en la que nadie duerme. Escribo estas líneas desde la isla, en mi tercer día aquí desde que bajé del avión. Lo hago en un ciber, sometido a los inconvenientes propios de estos locales cuando se trata de trabajar: la puerta está abierta y entran ruidos de la calle, añoro mi teclado y a veces el ordenador me da problemas, tengo un potente ventilador a mi izquierda que me despeina cada veinte segundos y me reseca las lentillas, y de vez en cuando entra gente y habla con la dependienta. Me ha costado encontrar un ciber con un ordenador libre y en el que tengan instalado el Microsoft Word. Da la sensación, en Ibiza, de que nadie duerme en verano. Unos porque trabajan demasiado y otros, los viajeros, turistas y demás ociosos, porque quieren o queremos aprovecharlo todo: el sol de la mañana, los restaurantes, las calas, los pueblos, las playas, el puerto, los garitos, las discotecas. Tras unos días durmiendo unas cinco horas por noche, los párpados pesan. Pero luego el mar lo reconforta a uno y se le olvidan los males.
Llegamos a la isla el martes por la mañana. Nos recibió ese calor agradable que deja en la piel un bronceado especial, y que tanto gusta a los famosos. Al salir del avión fuimos a alquilar un coche y, de allí, al hotel, frente a la Playa de las Figueretas, a unos minutos a pie de la ciudad. En el hotel disponen de un único ordenador con conexión a internet, pero cuesta un euro cada quince minutos. El primer día fuimos a la playa de Aguas Blancas. Aparece en las guías como “playa de nudistas”, pero da lo mismo: en las calas y playas ibicencas siempre hay un poco de todo, desde quienes no se quitan el bañador hasta quienes optan por el desnudo integral. De camino a este rincón de la costa paramos en San Carlos de Peralta, por consejo de unos colegas: allí está un bar llamado Casa Anita, donde sirven exquisitas tostas para comer, además de raciones y platos de menú. El local tiene encanto: era un antiguo lugar de reunión de hippies y oficina de correos, y aún pueden verse en las paredes los viejos buzones. No tiene pérdida porque está en una curva de paso por el pueblo. Aguas Blancas es una maravilla, y desde la playa se ve el famoso Islote de Tagomago. Pero se observan zarpazos de lo que las guías llaman la “balearización”: chiringuitos y mucha gente. No me gusta soportar el sol, pero suelo soportar el de Ibiza. Y, ya digo, deja un bronceado envidiable. Así que no me importa pasar el día tostándome como un cangrejo que entra al agua cada pocos minutos. Una de mis reglas es no tumbarme en la arena: la toalla debe estar siempre sobre las rocas, que es una manera de librarse del gentío y de la tierra húmeda. En las rocas no hay aglomeraciones, pero siempre aparece alguna Familia Telerín a romper el encanto y dar voces y pisarte la toalla porque no tienen imaginación para buscar otros accesos u otros recodos (pero de esto ya hablaré con más calma otro día).
Por la noche fuimos al Puerto de Ibiza, que conocía del año anterior. Puestos, tiendas, bares, terrazas, gatos, muros blancos y callejuelas encantadoras. En las calles más concurridas, los ganchos o relaciones públicas ofrecen descuentos y ofertas en las copas. Tomamos un mojito en una terraza y luego fuimos a uno de los primeros bares de la Calle de la Virgen. Al principio de la calle se ven familias cenando en las terrazas y, hacia el final, locales de gays. Esa noche conseguimos entrar en Pachá. Por la patilla. Sin pagar. Alguien que conoce a alguien, etcétera. Ya conozco todas las discotecas de Ibiza y, sin duda, esta es la mejor. Varias salas, llenos continuos y zonas vips donde se juntan los famosos. Seguiremos informado.