Al entrar en Pastrana, en la provincia de Guadalajara, veo una de las placas conmemorativas que aluden a las huellas de Camilo José Cela y su “Viaje a la Alcarria”. Lamento no haber traído el libro. Tampoco recordaba que con Pastrana culmina el trayecto de Cela por esta comarca de extraordinaria belleza. “Viaje a la Alcarria” es una delicia, una lectura que debería ser obligatoria para todo amante de la literatura. Tardé años en hacerme con la continuación, “Nuevo viaje a la Alcarria”, y fue gracias a Marina Castaño, que tuvo a bien regalarme un ejemplar sin conocernos en persona. Escribe don Camilo en el primer volumen: “A Pastrana llega el viajero con las últimas luces de la tarde”. También entramos en el pueblo con las primeras sombras del crepúsculo, por culpa del tráfico para salir de Madrid en viernes por la tarde. Entre Madrid y Pastrana, si uno va en coche y tiene suerte, tarda una hora y diez minutos, minuto arriba minuto abajo. Si la fortuna no le acompaña y encuentra tráfico, en torno a hora y media.
Nos alojamos en un hotel modesto y limpio, donde dan desayunos y permiten que el viajero tenga siempre la llave de la habitación y entre y salga a su antojo sin marear al encargado. Por las noches se escuchan las campanadas de la iglesia y el rumor de la popular Fuente de los Cuatro Caños. Comienzan las fiestas y se nota en el ambiente. Antes de cenar, un paseo por sus callejuelas. A la vera de los portales hay grupos de vecinos sentados en sillas plegables o de madera, al fresco, pegando la hebra. Dos señores han puesto una televisión de respetables dimensiones en la entrada de su casa, y la ven desde el otro lado de la calle, en las sillas, con las camisas abiertas porque la noche se anuncia calurosa. La vía es estrecha y, para tocar la pantalla, al dueño le bastaría con incorporarse un poco y estirar el brazo. Pasamos por en medio. Hay sosiego en el laberinto de callejuelas y a uno le parece que se ha caído dentro de un cuento. “El viajero sale a caminar por la ciudad y anda por las calles de los viejos nombres, por las calles alfombradas de guijarrillos menudos, ante las casas de puertas claveteadas de gruesos hierros y de balcones adornados con macetas de geranios, de claveles, de esparragueras y de albahaca” (C.J.C.). Buscamos el Cenador de las Monjas, construido en el Convento de San José, fundado éste por Santa Teresa de Jesús. En algunas esquinas hay carteles con una flecha que indica hacia dónde queda el restaurante. Nos perdemos, a pesar del plano que utilizamos. Al encontrarlo por fin, me asomo a la puerta. No hay gente cenando ni un tablero donde se muestre el menú y la lista de precios. No me gusta entrar en sitios donde no sé qué voy a comer y lo dejamos para otra ocasión. El encargado del hotel nos dice, el día de nuestra partida, que allí tienen menús de degustación de “cocina creativa”, con platos de no mucha cantidad. Le digo que probaré la próxima vez que venga al pueblo. En el interior de este convento estuvo enclaustrada Ana de Mendoza y de la Cerda, Princesa de Éboli, aquella señora con parche en el ojo y múltiples leyendas a sus espaldas.
Cenamos en un restaurante del centro. Encienden las luces para nosotros porque no hay comensales. Es mejor cenar así: sin bullicio alrededor, sin comentarios ajenos. No conviene cenar fuerte, pero el apetito es mucho y las migas llevan mi nombre, me llaman desde la carta. Migas de Pastrana: pan, ajo, panceta, chorizo, uvas negras y huevo frito; se fríen con aceite de oliva. Comida de pastor y de pobre, hoy es un plato de lujo. También pedimos queso y mollejas con trigueros.