Dicen que las fiestas de Lavapiés ya no son lo que eran. Es la crisis. Estamos sentados en una terraza del barrio. Corresponde a uno de los chiringuitos que han puesto estos días. Sillas y mesas de plástico. El sistema es así: compras un ticket en la barra con lo que quieres consumir, te sientas y un simulacro de camarero recoge el ticket y luego te trae el pedido. Digo simulacro porque se nota que no es del oficio. Es un tío simpático, con gorra, chupado como una rama, al que le faltan dos o tres dientes del medio. Se parece un poco a los yonquis que “trabajan” de aparcacoches en los solares y en las calles próximas a las playas de las ciudades costeras y de las islas: también los llaman “gorrillas” y “cigalas” (el por qué de la segunda acepción es cruel, así que no lo explico). Bebemos cerveza con limón. Vasos grandes de plástico. En mi tierra se pide así: “Ponme un litro”. En Madrid hay que decir: “Ponme un mini”.
Dicen que las fiestas ya no son lo que eran y yo este año sólo he visto casetas y barracas. En las casetas hay frituras y bebidas, y aquellas despiden un hedor denso, a aceite cien veces recalentado, una cortina de humo que da calor, ahoga y sofoca. Huele a gallinejas y a entresijos. Creo que es uno de los pocos platos que aún no me he decidido a probar. En las barracas se juega al bingo y se dispara a las botellas en miniatura y a las dianas para obtener premios. No hay mucho que hacer en la ciudad durante agosto, así que pasamos a tomar algo cada tarde. En las casetas te clavan. Atiendan: por una jarra de sangría, una ración de bravas con poco de bravío y una rebanada de pan payés (delicioso: con ajo, tomate, pimiento y jamón serrano) te soplan veinte euros. Por ese precio comen bien dos personas en el kebab de la esquina, y además les sobra para café y para postre. No bromeo. El otro día fui con un amigo a comer a ese restaurante y, por un plato variado para compartir y dos Coca-Colas, nos cobraron sólo trece euros. Y yo quedé lleno. El café lo tomamos por ahí. A veces se confunden para cobrar. Me estoy refiriendo, claro, a los árabes y a los hindúes. Cobran de menos. A veces tenemos que llamarlos porque somos honrados (al menos los de Zamora, no sé el resto): “Oiga, hemos pedido unas quince cañas y en la cuenta sólo nos cobran seis”. Al principio, cuando se les explica, ponen cara de creer que vas a protestar. Luego se quedan atónitos porque es lo contrario. Con un camarero español eso no pasa. Mira las sumas con lupa y, si puede, te endosa algo que no has pedido. A los de la tierra no se les pasa una.
Cuando te sientas en una terraza, con tanto humo de fritura, tanta gente, tanto calor, tanto bullicio, suelen acercarse los mismos individuos todos los días. Te pasas la tarde diciendo: “No, gracias”, “No, no, gracias, de verdad”, “No, no”. Los tengo ya fichados. El moro que vende tambores. La señora rubia que abre su maletín de abalorios femeninos. La mujer que pide dinero para un bocadillo y para el autobús. El vagabundo con rastas que ya ni pide, si acaso un cigarro. El hombre de las flores de plástico, que te mete el ramo en la nariz. Una de esas tardes nos tocó, en la mesa vecina, un pelmazo. Un tío solitario, beodo perdido, con pinta de pijo maduro y careto de perdedor. Ocupaba él solo una mesa para cuatro. Cada cinco minutos se cambiaba de silla. Intentaba meter baza en nuestra conversación y en las de otras mesas. Hacía comentarios a la gente, y cuando pasó un mendigo con cara de estar de vuelta de todo, no sé qué le dijo. Pero el mendigo lo miró con cara de pocos amigos, como expresando: “A mí no me vacila ni Dios”. Y, en efecto, dejó de vacilarlo.