Nunca había visto a Bruce Springsteen en directo. Fui a disfrutar de su actuación y de la arrolladora E Street Band en el Santiago Bernabéu. Allí, ante unas sesenta mil personas enfervorizadas, demostró su madera como músico y como persona. Demostró por qué lo llaman El Jefe y por qué es un monstruo, una máquina de tocar rock and roll, un tipo muy grande capaz de aguantar tres horas en el escenario dando lo mejor de sí mismo. Tardó media hora en empezar y supongo que lo hizo porque a las nueve y media de la noche, hora prevista del inicio del concierto, aún había colas kilométricas a las puertas del estadio. El personal suele meterse con los viejos rockeros, dinosaurios que siguen al pie del cañón, ofreciendo batalla sin descanso desde el escenario y desde la carretera, las dos verdaderas cunas del músico de raza de pop y rock. Se meten con ellos y los acusan de ancianos, se hacen chistes sobre arrugas y geriátricos, sobre bastones y andadores. Pero ahí los tienen, día a día, año tras año, llenando estadios, vendiendo discos, congregando a un público de cualquier edad y condición, desatando su maestría ante miles de seguidores: The Rolling Stones, Bob Dylan, Neil Young, Lou Reed, Tom Waits, Bruce Springsteen, etcétera. ¿Por qué? Porque, viejos o no, pasados de rosca o no, continúan siendo los más grandes del planeta.
Al Boss y la E Street Band los presentó el mismísimo Javier Bardem. Una grata sorpresa para quienes creemos que Bardem es uno de los mejores actores del mundo. El sonido, deficiente en los dos primeros temas, mejoró luego. Springsteen salió vestido de manera sobria y sencilla, en su línea, reconocible incluso de espaldas: con su guitarra en las manos, las muñequeras, el pelo algo revuelto, camisa oscura, pendientes y abalorios, pantalones vaqueros. El mismo de siempre. Como si no hubiera pasado el tiempo por él, con casi sesenta años. Ni el tiempo ni las modas. Bruce sale y toca puro rock, y a veces folk y blues, con toda su fuerza, con todo su vigor. No se anda con artificios ni con montajes: un hombre, una banda y la música. No necesita más. Dos pantallas mostraban lo que la distancia escondía: que se trata de un cantante cercano, capaz de hacer que un estadio entero dé palmas o se levante y bote. Porque a menudo se aproximaba al público de las primeras filas, donde estaban aquellos que hicieron cola un día completo. Se sentaba al borde del escenario, permitía que le tocaran las piernas, los brazos y la espalda, recogía los rótulos y pancartas con mensajes (peticiones, frases de aliento, declaraciones de amor) y los leía, estrechaba las manos a la gente, les acercaba el micrófono. Para ellos habrá sido inolvidable. Puedo imaginar el aura que habrán sentido al estar cerca de él: la sólida presencia de una leyenda, el halo de un rockero al viejo estilo. Incluso sacó a una chica a bailar con él al escenario. Después la tomó en brazos, como se coge a las princesas y a las recién casadas, y la depositó entre el público. Ella le dio un beso en la mejilla y la gente enloqueció. ¿Cuántos mitos del rock hacen eso, cuántos conectan de ese modo con el público, mostrando tanta proximidad?
No voy a enumerar los temas que sonaron porque ya salen en las noticias. Pero me gustaría apuntar algo: cantó “The River”. Si tuviera que escoger sólo una canción suya, elegiría esa, con una letra formidable, digna de un cuento. Bruce Springsteen es pura dinamita. Se mantiene joven y bravo. Es un tipo auténtico. Simboliza la América profunda y rebelde, en lucha contra el recorte de derechos civiles. Simboliza la carretera, el camino por las autopistas y los desiertos, la esperanza de un futuro más favorable, los sueños del trabajador de clase media, la libertad.