Suelen darse dos clases de guiris, me temo. Están aquellos que se dejan llevar, que han consultado algo de documentación sobre la ciudad española (o el pueblo) que pretenden visitar, y que prefieren irse a los lugares de gastronomía que no están hechos para los extranjeros, sino para la población local. Luego están aquellos que han visto un folleto para turistas en el que recomiendan beber vino tinto y comer paella. Y, si acaso, ir a los toros. Por lo que he visto, son más frecuentes los segundos. Si uno va de cañas por la zona madrileña de Huertas se encontrará, tarde o temprano, a guiris de estos. Una tarde, creo que fue el año pasado, estábamos tomando algo en una terraza de la Plaza de Santa Ana, cerca de la escultura de Lorca. En la mesa de al lado había dos vikingas. A media tarde, aún temprano para cogerse una cogorza, estaban ambas pimplándose una botella de vino tinto como si tal cosa. Era verano. Bebían el vino en dos copas. No comían nada. Probablemente les dijeron que en España era imprescindible humedecer el gañote con vino de la tierra y, en vez de optar por una copa por cabeza, pidieron una botella a medias. Es como si me voy yo a Moscú con un colega y, a las seis de la tarde, entramos en un bar a meternos una botella entera de vodka a palo seco, mano a mano. Sí, sé que tiene más grados el vodka, pero ya me entienden.
El fin de semana pasado, en Valencia, me tropecé con un montón de turistas rubios (franceses, alemanes, ingleses) que llevaban colgando la etiqueta del guiri típico que va unos días a veranear a España. El sábado por la noche, para cenar, escogimos un pequeño restaurante con pinta de taberna para marineros, sito en el casco antiguo, y en el que servían pescado, y que al poco se llenó de guiris. A nuestra derecha había dos rubias. Cada vez que nos servían un plato, miraban sin cortarse un pelo, casi metiendo la nariz en nuestra mesa. Quizá no habían visto en su vida una anchoa a lomos de una tajada de tomate ni un pez servido a la sal. Tomamos vino blanco. Cuando les sirvieron lo suyo miré de reojo. Porque mirar fijamente el plato del comensal de la mesa vecina me parece de mala educación. Un vistazo me confirmó lo que esperaba: habían pedido una paella y una jarra de sangría. Jamás he cenado paella. En mi pueblo la paella es para comer, no para cenar. Quizá estoy anticuado. A nuestra izquierda se sentaron un francés de pelo cano y una china joven. Al principio les trajeron una ensalada. Estos no son típicos, pensé. Me equivocaba. Luego les trajeron la habitual paella y la habitual jarra de sangría. Quiero decir: vas por ahí y te fijas en los veraneantes extranjeros y sólo piden paella y sangría. Aunque siempre es mejor eso que tirar del Burger King. No digo que sea malo. Digo que hay otras opciones, hombre. Otros platos que no prueban. Sospecho que la culpa no es sólo de ellos, sino de lo que les venden antes de emprender el viaje. De la imagen que las agencias, los folletos y las guías ofrecen de España, una imagen que a mí ya me revienta: toreros que nos alimentamos de vino tinto y arroz.
Un día después tapeábamos en un bar del centro y me fijé en una terraza. Eran sólo las tres de la tarde, pero alrededor de una mesa había tres o cuatro guiris jóvenes, colorados hasta los ojos por efecto del vino, metiéndose entre pecho y espalda varias jarras de sangría. Medio mamaos. Así se cogen esas curdas descomunales y a media tarde rozan el coma etílico, y de esa manera es como, en hoteles de Mallorca, Tenerife o Ibiza, se caen a la piscina o vomitan en el agua. Me figuro que los extranjeros pensarán lo mismo de nosotros, los españoles, cuando viajamos a sus tierras, comemos y bebemos lo típico, nos clavan y quedamos como primos.