El sábado me crucé por la calle con Willem Dafoe. Acepto que Madrid tiene unos cuantos inconvenientes, pero para mí una de las ventajas es que me encuentro casi a diario con famosos. Si es un famoso de medio pelo, me da igual. Los famosos que me interesa ver son, fundamentalmente, quienes trabajan en el cine: actores, actrices, directores (hay pocas directoras, no sé muy bien por qué). Pero también agrada toparse con gente relacionada con la música y la literatura. Esto, claro, funciona para mí, que soy mitómano. No puedo evitarlo, crecí admirando a los actores y deseando a las actrices mientras otros rendían culto a los futbolistas. Cuando veo a una estrella, o sin estatus de estrella, pero buen intérprete al fin y al cabo, es como si se abriera una puerta hacia otra dimensión. Puedo mirar por ella, pero no franquearla. Me comprenderás si te gusta el fútbol. Algunas personas casi se desmayan si se encuentran en el aeropuerto con los jugadores de la selección. A mí me pasa con el cine.
Reconozco que me apasionan estos encuentros fortuitos, que se repiten de manera cotidiana. Cada cual tiene sus dioses, y no pertenezco a quienes creen que a los propios dioses y mitos hay que matarlos. Fui a ver la última obra de teatro en la que trabajan juntos Aitana Sánchez-Gijón y Mario Vargas Llosa (de la que hablaremos otro día) y ya estaba bastante feliz por la posibilidad de verla a ella y escucharlo a él, otra vez, cuando al término de la función vi entre el público a Maribel Verdú, quien reúne las mismas cualidades que Aitana: talento y belleza. Unos días antes acudí a ver otra obra, de William Shakespeare en esta ocasión, y entre los asistentes estaba Mercedes Sampietro, una de las actrices españolas que más admiro y respeto. En una cervecería que visito de vez en cuando suele estar Fernando Conde, actor y antiguo componente de Martes y Trece, solitario, acodado en la barra y charlando con los camareros. O esa vez en que, por Fnac, me encontré a Bret Easton Ellis firmando ejemplares; su último libro fue un fiasco, pero escribió “Menos que cero” y “American Psycho”. O ese día en que, en mi calle, rodaban la serie “Vientos de agua” y vi al gran Eduardo Blanco. O la cantidad de actrices con las que me cruzo en la calle, en la cola del cine o en las cafeterías: Marta Etura, Nawja Nimri, Paz Gómez, Elena Anaya, etcétera.
El otro día les dije a mis amigos que fuéramos a pie por la ciudad, en vez de utilizar el metro. Subíamos desde Tirso de Molina (al lado de donde vivo) y debíamos atravesar Sol. Añadí que por esa zona siempre se veían actrices (y actores: pero les interesan menos). Uno de ellos apuntó que eso me beneficia sólo a mí, pues soy capaz de identificarlos. Porque la gente, por la calle, mira, pero no ve; igual que muchos oyen, pero no escuchan. A medio camino entre Tirso y Sol vi que se cruzaban por delante de nosotros tres personas. En seguida me fijé en la nariz afilada de Willem Dafoe, las arrugas que le cruzan las mejillas, la penetrante mirada. Dafoe posee un rostro que no admite dobles. La suya es una cara única. Iba vestido y peinado como en “Spiderman”. El pelo corto y medio de punta; traje y corbata; andares elegantes. Caminaba del brazo de una señora; y la señora iba cogida, del otro brazo, de una chica. Parecía la madre de ella. Me quedé de piedra. Cuando les avisé, todos acordaron que era él. Al llegar a casa busqué en internet. Un viajero norteamericano, de paso por España, contaba que ese mismo día se había encontrado dos veces al actor en Madrid: en el Museo del Prado y en la Plaza Mayor. A algunos les sonará rara mi emoción, pero no me cruzo siempre con el tipo que fue el Sargento Elías, Bobby Perú y Jesucristo.