Estaré casi todo el verano en Madrid. Y no sé si voy a ser capaz de soportarlo. Tampoco soportaría estar en otro sitio que no tuviera a mano un lago o el mar. He pasado muchos veranos en Zamora, sin moverme del centro de la ciudad, y no resultaba fácil. Aún es peor en Madrid por ese calor denso, sofocante, que se puede cortar con bisturí. Soy un animal de interior, de zonas frías, un tipo nacido en el norte y crecido con nieblas y vientos helados. Pero, en cuanto llega el verano, necesito tener agua a tiro de piedra. Aunque no me zambulla, necesito oír el rumor de un río o de las olas golpeando en la orilla. No me sirve la piscina, salvo si en la piscina no hay más de tres o cuatro personas. Porque entonces, con exceso de gente, aquello al final parece un pedazo de ciudad húmeda. Te metes en el agua y no es muy distinto de cruzar la calle más transitada de tu tierra. En vez de zapatos, la gente lleva chanclas o va descalza. En vez de pantalones, bañador. En vez de caminar con una hamburguesa recién comprada en el restaurante de comida rápida de la esquina, caminan por la hierba con un bocadillo hecho en casa o con una tartera de tortilla y pimientos. Quiere esto decir que no es muy distinta la piscina de la plaza mayor de cualquier urbe. Y tampoco te libras por completo del calor. El agua de algunas piscinas quema.
En cuanto entramos en el primer día de julio me acomete un desasosiego difícil de calmar. Incluso me cuesta concentrarme en mis lecturas. Hay que levantarse cada poco a abrir las ventanas o a bajar las persianas, a beber agua o a lavarse las manos porque se han hinchado con esas temperaturas. Sé que si me fuera a otra ciudad de interior, incluso a la mía, los resultados serían idénticos. Ahora ya sé lo que necesito. Me di cuenta el día uno de este mes. Ansío tener el agua a menos de un par de kilómetros. No me basta un simple riachuelo ni una fuente ni tampoco un estanque. Tiene que ser el mar. Las olas estrellándose contra las rocas. El olor a salitre y a brea. El horizonte azul. Las velas de los barcos moviéndose al ritmo del oleaje. La posibilidad de bañarte en cinco o diez minutos si te lo propones. Aunque al final no te bañes. Aunque hagas como en tantas películas en las que el protagonista jamás se humedece, y se conforma con pasar las tardes en una terraza, con sombrilla y un daiquiri, pero siempre con el mar a un paso. La excusa es contar con el agua cerca. Para alguien de interior es rara esta sensación, esta necesidad de humedad próxima al cuerpo, al olfato, como si fuera un pez a punto de morir si no regresa a las profundidades.
Si no puede ser el mar, entonces que sea un lago. El Lago de Sanabria, por ejemplo. Son días de verano y estás inquieto, como los leones atrapados en las jaulas, y te asfixias y sofocas. Pero entonces vas un par de días a Sanabria y te sientas en las rocas, cerca del agua, y te calmas. La mente se serena. Los ojos y la cabeza se relajan. No es necesario introducirse en el lago, pero ayuda. Bastaría con leer un libro escuchando el rumor del agua que moja las piedras. Dentro de lo posible, trataré de salir de la ciudad durante los fines de semana. Julio y agosto, en Madrid, suponen un infierno. Tiene uno que dormir con las ventanas abiertas o poner el aire acondicionado mientras se adentra en sueños tortuosos y en los que pica el cuerpo. Algunas tardes no aguanto más y voy a dar una vuelta. Aunque camine junto a zonas con jardines y parques, da lo mismo. Regreso a casa totalmente cocido. Igual que un crustáceo al vapor. Boqueando como un pez fuera del mar.