jueves, julio 10, 2008

La extracción

Veo a diario cosas tan raras que me gustaría ir por la vida con una cámara de vídeo para poder grabarlo todo. Por ejemplo, los carteles y anuncios que se ven en los bares y en los muros de algunas calles. Algunos son inolvidables. Hace poco entré en los servicios de un bar y tuve que hacerle una foto con el móvil a este cartel que los dueños habían colgado en el interior, encima de los lavabos: “La persona que sea sorprendida ingiriendo drogas dentro del local será consignado a las autoridades. La que no, no”. La falta de concordancia entre “persona” y “consignado” no es de mi cosecha. Carteles y avisos de esta clase se ven mucho por ahí. A veces hago fotos, a veces las memorizo y, si tengo un bolígrafo a mano, las anoto en un papel.
Fuimos a las fiestas de Chueca y también vi algunas cosas curiosas. Por ejemplo, un travesti cuyo rostro era clavado al de Mike Tyson. Mike Tyson con doble t: con tetas y con trenzas. Pero no, no era él. Tenía un poco menos de volumen muscular en los brazos. Una plaza llena de gente medio desnuda, con un escenario en el que tocaba un grupo, en el Día del Orgullo Gay y, al fondo, en la fachada, unas banderas del PP en un balcón y al lado el letrero del Hostal Zamora. Ojalá hubiese hecho una foto porque el cuadro era digno de ser retratado.
Lo más curioso que he visto estos días ocurrió en el metro. Y esta anécdota entra dentro de lo detestable y de lo asqueroso. Había cogido un tren. El trayecto era largo: casi toda la línea verde, y recorrerla debe ser lo más parecido a habitar el purgatorio. Miré a la izquierda y me fijé en la gente sentada en las otras sillas de plástico. Había tres personas. Dos hombres y una mujer. Uno de los hombres, sentado en medio de los otros dos, se había metido el dedo índice de la mano izquierda en una de las fosas nasales de su nariz, aunque más que fosas debería decir fosos. ¿Cuánto dedo puede uno introducir en su propia napia? Lo de este tío no era normal. Para colmo, iba adormilado. Se metía el dedo para sacar entradas y, con el índice incrustado casi hasta la mitad, se le cerraban los ojos. La repulsión me obligó a apartar la vista. A veces, sin querer, olvidaba al tipo y, al repasar el interior del vagón con la mirada, volvía a toparme con su estampa. Por fin, el señor de al lado le observó un instante. No sé si el otro se dio por aludido. Pero el señor se incorporó y se alejó unos pasos, presa del asco. Prefirió continuar el resto del trayecto sin sentarse. Cualquier otro en su pellejo hubiera hecho lo mismo. No sé cuántas paradas más hubo hasta que ambos llegamos a nuestro destino (era final de línea, así que el fulano excavador de pozos también se bajó). Tal vez cinco o seis paradas. Al salir del vagón y acercarme a las escaleras mecánicas comprobé que el tío venía detrás. ¿Lo adivinan? Seguía sacándose mocos, a la vista de todo el mundo, como si estuviera buscando petróleo. Empeñado en la tarea, absorto en la búsqueda. Durante varias estaciones se había hurgado en la nariz. Aunque era una napia descomunal, me surgieron varias dudas: ¿Cuántos mocos caben en una nariz? ¿Es posible que algunas fosas nasales sean pozos sin fondo? ¿Por qué la gente hace esas cosas por la calle, en lugares públicos, a la vista de todo el mundo? ¿Por qué no compran pañuelos de papel? ¿Puede un hombre meterse la mano entera por la nariz a la busca de entradas? ¿Por qué algunos adultos, con toda la barba, siguen comportándose como críos, como mocosos? En cuanto vi que el hombre venía detrás, aún obstinado en la extracción, subí corriendo la escalera mecánica, al borde de la náusea. Yo tenía una resaca espantosa, pero preferí alejarme de su presencia repulsiva como si fuera el diablo.