lunes, julio 14, 2008

Fast food de medianoche

Es noche cerrada cuando sales de la representación. Noche de viernes, saturada de dudas y presagios. Muy pronto para regresar a casa. En “Luces de neón” dice el narrador: “Es más de medianoche. Cualquier cosa que comience a partir de este instante no terminará a una hora razonable”. Ya no hay vuelta atrás, debes hacer algo, lo que sea que te aleje del lecho. La Gran Vía se abre ante vosotros como una selva colonizada por parejas, mendigos, pandillas, trabajadores nocturnos, fulanas y perturbados. El hambre retuerce los estómagos. Estudiáis los letreros de los establecimientos donde sirven comida, pero están cerrados o a punto de hacerlo, sus camareros con el sopor instalado bajo los ojos: Vips, Nebraska, De María, Burger King, Rodilla… Espera un momento: McDonalds está abierto. Pero no te gusta McDonalds, hay que buscar otra alternativa. Al lado del local ves un Kentucky Fried Chicken. Nunca has entrado, nunca has comido allí. Entráis, os ponéis a la cola. Se ven hombres solitarios devorando pollo, alguna pareja, grupos de inmigrantes. Un rato después, una de las camareras anuncia que sólo sirven comida para llevar. El cierre es inminente. Media vuelta para encontrar otro sitio. Estos locales de fast food son fábricas de engordar a la gente; al habitual de esos restaurantes siempre le sobran algunos kilos.
En la travesía hasta Sol, pasando por Callao, ves que los locales de comida han bajado la trapa. A estas horas sólo despachan bebidas. Alcohol. La gente deambula en manadas, preparada para divertirse. Se ven dos o tres locos sueltos. Algún mendigo preparando su cama de cartón y trapajos. Basureros que se bajan del camión y corren a por los contenedores. A partir de la medianoche del viernes existen dos motivos para salir a la calle: trabajo o farra. Cerca de Sol y de Montera divisas algo abierto: Pans & Company. Lo ideal hubiera sido alimentarse de otra cosa: unas patatas bravas, una ración de oreja, un bocata de jamón serrano, lo que sea. Pero no quedan opciones. Delante de vosotros, en el mostrador, una pareja de negros trata de pedir manejando algunas palabras de español y otras de inglés. Un hombre y una mujer simpáticos, con hambre. La camarera es sudamericana. En estos locales de fast food suelen trabajar estudiantes españoles e inmigrantes latinos. Aguantan como pueden, entre la fritura y el calor que da la gorra reglamentaria. Sonríen a pesar de los horarios y de la que está cayendo. Te imaginas la historia de la camarera: es madre, sus hijos pequeños duermen en casa o la esperan despiertos, lleva en España el tiempo suficiente para haberse adaptado, tiene los pies destrozados después de tantas horas sin sentarse, le duelen los riñones y probablemente se esté orinando. Pero sonríe. Dice que sólo quedan seis o siete clases de bocadillos: ha apuntado en un papel, a lápiz, los nombres. Muestra el papel a quienes se acercan al mostrador. Pides. Uno de esos menús rápidos para salir del paso y matar el hambre: bocadillo, refresco, patatas fritas.
Estos restaurantes son caramelos huecos. El envoltorio es bonito: el colorido de la decoración, el entusiasmo que contagian los regalos infantiles, los tableros de menú simulando reinos hinchados de tesoros. Pero, en el fondo, son lugares tristes, donde os atiborran con aportes excesivos en sal, vinagres y azúcares que disfrazan de dieta ideal y equilibrada. Salís del local con el estómago casi lleno. La noche ofrece un abanico inmenso de posibilidades. Por Huertas, os atosigan los chavales que curran de relaciones públicas a la puerta de los garitos. Se ven alcohólicos, adolescentes ebrias y vendedores de baratijas. Última parada: un bar de caipiriñas.