viernes, julio 11, 2008

El embrujo de las palabras

Había escuchado ya a Mario Vargas Llosa mientras hablaba de libros en un teatro y había visto a Aitana Sánchez-Gijón actuar en una obra, pero nunca los había visto juntos sobre un escenario. A mi entender, funcionan con nobleza y encanto como equipo. El escritor pone las palabras, la madurez y la sabiduría. La actriz pone la hermosura, la juventud y la pasión. Se ajustan y se compenetran. Es una delicia verlos y escucharlos a ambos. Sobre todo verla a ella y escucharlo a él.
Asistí a una de las escasas representaciones, en Madrid, de “Las mil y una noches” o “Las mil noches y una noche”. Fue en los Jardines de Sabatini, en los que jamás había estado. Hacía un tiempo favorable, caluroso pero no en exceso, y en el último tramo de la obra nos refrescó la brisa nocturna, porque la representación era al aire libre, con el rumor de las sirenas al fondo y los aviones cruzando el cielo de Madrid. Apenas incluía atrezzo. El escenario, desnudo, casi crudo: un atril, tres músicos al fondo, una plataforma para que los protagonistas se sentaran y poco más. Y libros y manuscritos desperdigados por ahí. Ambos, Vargas Llosa y Sánchez-Gijón, se interpretan a sí mismos e interpretan al rey Sahrigar y a Sherezade, respectivamente, además de encarnar a otros personajes. El punto de partida de esta obra es conocido, aunque pocos hayan leído el libro (confieso que yo no lo he hecho aún): el rey Sahrigar se casa con una mujer al día y la ejecuta cuando sale el sol. Pero se topa con Sherezade, quien empieza a hilar cuentos que hechizan al rey, y le obligan, cada amanecer, a posponer la ejecución, embrujado por estas historias de aventureros, princesas, encantamientos, viajes y tesoros. Sherezade cuenta cuentos para salvar su vida. La narración es su salvoconducto para esquivar el filo del verdugo. La versión adaptada por Vargas Llosa es libre. Ha optado por algunos de los cuentos menos célebres. Para introducir el suspense, el escritor opta por varias interrupciones, sean de sus personajes o de las personas reales. A veces es Sherezade quien interrumpe la narración, pero otras es el propio Vargas Llosa quien lo hace, detiene a Aitana para dejar la narración a medias y continuar unos minutos después, cuando ha infundido en el espectador las ganas de que la historia prosiga. Vargas Llosa no es actor, pero cumple bien su cometido. Las palabras, en su boca, parece como si mejorasen. Se nota que las paladea, que las saborea, que las mima, que las trata con ternura. Escucharle es, ya digo, un placer para el oyente. Podría leernos las “Páginas amarillas” y sabría cómo embrujarnos. En cuanto a Aitana Sánchez-Gijón, está perfecta y seductora, en su línea.
La parte más agradable de esta obra es que Vargas Llosa alcanza su propósito. Y su propósito es que los espectadores acabemos tan hechizados por el embrujo de las palabras y por el poder de la narración como el mismo Sahrigar. Que sintamos la misma pasión que el escritor siente por la literatura en general y por los cuentos de “Las mil y una noches” en particular. Al salir de la representación me dije que iba a comprar al día siguiente un ejemplar de este clásico; lo malo es que una edición en condiciones y sin cortes cuesta alrededor de ochenta euros, y eso es perjudicial para mi bolsillo. Además, la obra es una metáfora de la vida: nos contamos historias los unos a los otros hasta que llegue nuestra hora y aparezca el verdugo. Esas narraciones logran que nuestra vida sea más tolerable, más llevadera, menos mustia. Algo parecido escribió John Cheever: “Un cuento o un relato es aquello que te cuentas a ti mismo en el dentista mientras esperas que te saquen una muela”.