Un lugar ideal para pernoctar es Sanabria. Allí suelo dormir de un tirón, descansado, sin sobresaltos, sin preocupaciones, sin ruidos. Supongo que todos los elementos tienen su importancia: la casa que suelo habitar, capaz de ser lo bastante fresca y acogedora para no tener frío ni calor en el cuerpo, sino la temperatura ideal; la ausencia de trastornos propios de ciudad, entre los que se cuentan los motores y los cláxones de los coches, las parrandas nocturnas, los vecinos, los bares y las discotecas; el aire puro, que le deja a uno más relajado; el influjo de la naturaleza alrededor; las plácidas noches estrelladas, que invitan a dormir; y el cansancio y la relajación propios de haberse dado baños de agua helada por la mañana.
Conseguí ir a Sanabria el pasado fin de semana y no creo que pueda regresar hasta el año que viene, ya que los planes están trazados con antelación. Durante estos días las noches fueron frescas, algo que se agradece. Agotado del calor intolerable de las ciudades, supone un respiro tener que recurrir a una chaqueta liviana para salir a dar un paseo o para sentarse en una terraza a tomar una caña. Incluso el sábado por la noche hizo un poco de frío. Los primeros días estuvo nublado, lo suficiente para no asarse a la parrilla y para meterse un rato en el agua, aunque la salida era más bien demoledora. Para bañarnos, escogimos un recodo en el que apenas hay gente. En días laborables quizá veas por allí a un par de personas y a algún tipo que pasa remando en su piragua, y poco más. En domingo es otro cantar, y cualquier rincón donde haya agua atrae a un montón de gente. Los veraneantes, en general, tienen esa manía de agruparse, de amontonarse unos encima de otros y de bañarse codo con codo. Una costumbre que detesto, aunque a veces no queda más remedio que apechugar, si uno va a una playa invadida de turistas. En Sanabria suelo optar por los rincones con rocas y piedras pequeñas porque va menos gente y porque así evito el incordio de la arena. En el agua aproveché para hacer esas tonterías que ya no hacen los adultos: observar a las ranas, saltar de roca en roca, meterme en arroyos donde hay corriente y trastear por aquí y por allá lo suficiente para llenarme las piernas y los brazos de rasguños y heridas. En mis incursiones, como es habitual, encontré en el caudal del Tera algún cristal y alguna botella de cerveza, que en seguida saqué del río. Conviene zambullirse en los dos sitios: en el río y en el lago. Las aguas del lago me dejaron la piel de gallina, pero es un baño que uno debe darse. Un baño saludable. En cuanto uno mete la cabeza, nota una sensación de alborozo, de impacto por el frío. Un subidón. En el río las aguas están menos heladas, y también influye que el cuerpo no para de moverse para esquivar las pequeñas corrientes y las piedras que dejan machacadas las espinillas.
Dando un paseo de tarde, en la sobremesa, por un pequeño pueblo, me quedé con la grata imagen de los perros que fuimos encontrando en nuestro camino. Perros a la sombra, echados debajo de los tractores y en la hierba y a la puerta de las casas y en los jardines. Perros con la lengua fuera por el calor, sesteando y mirándonos con alborozo, como si fuéramos la mayor atracción del día. Perros alegres y algún gato escondido, también descabezando un sueño. En el lago he visto a dueños que llevan a sus perros y se bañan con ellos. A mí me parece perfecto. Sé que hay gente que se molesta. Pero mire, señora, algunos animales son más limpios que ciertos humanos. Me divertí observando a los perros mientras nadaban en el lago y chapoteaban en la orilla. Cualquier actividad que salga de la rutina ya es un descanso.