Basta que nos juntemos unos cuantos zamoranos para que la infancia salga a relucir y activemos el chip de abuelos cebolleta. Reconozco que me entretienen esas conversaciones de regreso al pasado. Recordar ciertas cosas refresca el tarro. La otra tarde salió, una vez más, el tema de Las Viñas, hoy territorio convertido en viviendas. Pero antaño fue tierra para los chavales. Y cuando digo tierra es porque no había nada más. Cuando uno decía que iba a Las Viñas, o quedaba con colegas en Las Viñas, se refería a esa cuesta repleta de arena, hierbajos y piedras, donde se jugaba mucho al fútbol. Un descampado, vaya. Muchos de los tipos de mi edad que merodeaban por allí eran mis compañeros de colegio y muchos de ellos son aún hoy algunos de mis mejores amigos. Por eso, cuando nos ponemos a hablar del pasado, tenemos en común los mismos bares, los mismos parques, las mismas zonas. De vez en cuando iba a verlos por Las Viñas. Algunas veces acabábamos por la zona de las Tres Cruces, justo en los soportales de al lado de las cruces de piedra. Iba a visitarlos, pero casi siempre jugaban al fútbol y a mí no me interesaba ese deporte (podría añadir “ni ningún otro”, pero estaría faltando a la verdad, porque sí me metí a practicar varios deportes y fracasé, como ya he contado aquí otras veces para ponerme yo mismo en ridículo). Y, dado que no me interesaba el fútbol, tampoco hacía mucho presentándome en la zona, salvo saludar a los compañeros de clase.
Mi zona estaba en el entorno de La Marina y sus parques. Igual me equivoco, pero tengo el recuerdo de que la gente con la que me movía entonces era más macarra o bandolera. Alguno que otro ya no vive para contarlo, d.e.p. También se jugaba al fútbol, pero menos. Me parece a mí que nuestros intereses, entonces, estaban en las bicicletas y en las chicas. Subirse a las bicis para hacer la cabra. Recorrer otros barrios mientras los ancianos nos abroncaban. A veces llegaba alguien con una revista pornográfica y mirábamos sus páginas con una mezcla de asombro, pudor y avidez. A veces se nos sentaba en un banco del parque algún viejillo solitario, a hacernos preguntas guarras. A veces recorríamos ese mismo parque de noche, con las bicicletas, para espantar y molestar a las parejas que se estaban dando trato carnal entre la hierba y los arbustos. Creo que lo hacíamos por envidia. Éramos demasiado críos para las mujeres y nuestra solución consistía en no dejar hacer a otros lo que a nosotros mismos nos era negado por la edad y por la naturaleza y por las circunstancias. En aquella arena hosca de la zona de La Marina aprendimos a despellejarnos las rodillas y a caernos de la bici y a rompernos los cuernos, algo que ya no les pasa a los niños porque los padres les ponen cascos, rodilleras y todo el tinglado incluso para subirlos al triciclo (no exagero: lo vi el otro día). En esa época hacíamos vida en la calle. No teníamos ordenadores, ni videojuegos, ni internet, ni móviles. Sólo libros, bicicletas e imaginación. Quedarse en casa no servía de mucho. Así que nos lanzábamos a la calle, a ser gamberros.
Había un par de barrios cuyas pandillas inspiraban respeto. Uno de ellos era Pinilla. Su evocación estremecía a unos cuantos. Quiero decir que nos estremecía a todos. Cuando oíamos en la misma frase las palabras “pelea” y “Pinilla” se nos subía el escroto a la garganta. Entonces era mejor evaporarse, regresar a casa. A veces, mis amigos me cuentan las historias de Las Viñas que no viví. Y yo les cuento algo de nuestras pandillas macarras del parque y aledaños. Lo contamos, simplemente. No eran tiempos mejores ni peores. Sólo eran muy diferentes.