Siete días atrás David González y yo comimos juntos. Aquella tarde aún no había leído su nuevo libro, “En las tierras de Goliat”, pero ahora ya lo conozco y me gustaría encajar en este artículo algunos versos y frases de los poemas y relatos que lo pueblan, algo parecido a lo que él hace en la tercera parte, “La caza espiritual”. Así que mi recuerdo de ese almuerzo está deformado por la lectura, a posteriori, de ese libro. El entrecomillado es de su autoría. David me citó en un garito de Atocha, próximo a casa, en un restaurante para obreros y demás currantes: “crónica de los perdidos”, como no podía ser de otra forma. Él siempre está del lado de los desfavorecidos de la sociedad, de parte de quienes tienen menos, y jamás lo oculta: “yo no escondo mis barreduras / en los suburbios de las alfombras”. Tampoco oculta sus orígenes, “soy el sueño del arroyo”, ni su pasado, “los que nacimos en casas de piedra / que aún hoy se tienen en pie”, ni los pasos perdidos, “yo también sé / lo que es estar / en la calle”.
Lo encontré en la barra del bar, tomando una caña de cerveza. Nos abrazamos y sus anillos y “una pulsera de plata de ley” hicieron ruido al chocar, como lo hacen contra la mesa cada vez que escribe. Observé, lo hago siempre, los tatuajes que decoran sus manos: “dieciséis tatuajes / me exponen / a la vergüenza pública”. Pedí una caña para mí y nos fuimos al fondo, contándonos anécdotas y desgracias mutuas. Al fondo estaba la primera sala del restaurante, con las mesas y las sillas alineadas a la pared derecha, convirtiendo la sala en una especie de pasillo. Había otros hombres comiendo. Hombres solitarios. Hombres que aprovechaban la pausa del trabajo para comer caliente y no nutrirse sólo de bocadillos. Obreros, trabajadores de la construcción, tipos solos y con el pelo manchado del polvo de los escombros. El dueño, un individuo solícito, nos enumeró los platos que podíamos elegir del menú. Escogimos la sopa de cocido, algo que agradecería la maltrecha dentadura de David: “mi piñata está / hecha fosfatina”. De segundo, carne. El camarero no tardó mucho en traer los cuencos de sopa. Era un caldo espeso y reconfortante, en el que se notaba el toque casero de alguna madre, de alguna matrona escondida entre los fogones y las cacerolas. Supuse que D.G. llevaba levantado más horas que yo, “me despierto / poco antes que las gaviotas”, y eso que yo madrugo, pero él se levanta aún más temprano. Me regaló tres libros. Yo le di un ejemplar de este periódico, porque me había pedido que le consiguiera el número en el que sale un reportaje con nuestros nombres junto a los de otros colegas.
Comimos y hablamos. Pero sobre todo hablamos. De vida, de literatura, de blogs y de amigos, de proyectos y de secretos que no voy a revelar. Hablamos de nuestras parejas y él dijo, con mucha razón: “¿Qué sería de nosotros sin ellas?”, y ese fue un verso improvisado que le dio un toque de poesía a ese bareto donde hombres solitarios y silenciosos sorbían sus sopas de cocido y donde no se intuía un buen destino para los vencidos. Y yo pienso en quien vive con él: “la mujer que amansa a las fieras”. Y le digo entonces que se mete en tantos problemas y en tantos jardines por su valentía y su obstinación en decir la verdad. A veces es lo que le queda, “Sí. Todavía podemos verla. La verdad”, porque se nota en su último libro que la esperanza ya casi está perdida: “Me entra la llorera porque de pronto tengo el absoluto convencimiento de que no hay nada. En ninguna parte. Nada. Ni antes de la muerte, ni después de ella”. En su proceso de autodestrucción, sin embargo, y a pesar de la aridez, “mi vida se ha convertido en un desierto”, aún queda “La luz. Esta luz”. La luz, y la poesía.