En Malasaña hay un bar al que sus dueños bautizaron Bukowski Club, en honor al “viejo indecente” y sus escritos ebrios y luminosos. La otra noche supe que lo abrieron hace sólo dos años, pero yo siempre pensé que era uno de los antiguos garitos de Madrid. El año pasado intenté entrar varias veces. Recorríamos los pubs y los bares de aquel barrio y tratamos de meternos a tomar algo y a ver las fotos y dibujos y carteles del poeta que decoran las paredes. No fue posible: el bar es estrecho y estaba hasta los topes. No sé si aquella vez estaban recitando poemas al fondo del local, no lo recuerdo. Pero sí recuerdo otras ocasiones, otros sábados en que me asomé y el club estaba a oscuras y en silencio, un silencio casi religioso, mientras alguien leía sus poemas con un micro.
Fue en mitad de un puente largo, uno de esos puentes que aprovechan quienes viven en Madrid para salir de la ciudad, ya sea con la pretensión de regresar a su tierra o de poner rumbo a la costa, cuando conseguimos entrar en el garito. Aquella noche sólo había un par de clientes. Nos apostamos en la barra y nos sirvió un tipo peculiar, de voz ronca, un pañuelo pirata en la cabeza, anteojos y barba. Nos preguntó si estábamos de paso en la ciudad. Le dije que no, que vivíamos allí desde hacía algún tiempo. Daba conversación y eso es buen síntoma: los camareros no acostumbran a darla, prefieren recluirse en la lectura de un libro o de un periódico y olvidarse del mundo (lo sé por experiencia). Nos explicó que el bar estaba vacío porque, con el puente, el personal se había pirado de Madrid, y entre ese personal estaban sus clientes habituales. Después de pedir las bebidas nos invitó a un brebaje, un cóctel preparado por él mismo. Ninguno de los dos sabíamos que el otro escribía y que teníamos amigos comunes.
Hace unas semanas me enteré de que aquel hombre era Carlos Salem, de quien había oído hablar. Y estos días he tenido la oportunidad de conocerlo un poco más. Hemos hablado, hemos compartido un par de buenos ratos en su garito, donde siempre se congregan escritores, poetas, fotógrafos y editores y donde no faltan los recitales de poesía. Salem es argentino de nacimiento. Su cuna fue Buenos Aires. Al otro lado del charco hizo de todo, según consta en su biografía: periodista, camarero, conserje, locutor, taxista y otros empleos que han hecho de él lo que parece y lo que es, o sea, un hombre hecho a sí mismo y ya curtido en las asperezas de la vida. Se vino a España en el ochenta y ocho. Ha publicado algunos poemarios y dos novelas de género negro: “Camino de ida” y “Matar y guardar la ropa”. La semana pasada nos estuvo contando algunos pormenores de la hostelería: los tipos que desoyen las prohibiciones del bar y a los que tiene que reprender; la irrupción de la policía; la limpieza del local a la mañana siguiente, de la que se encargan él y su chica. Cosas así. Le dije que sabía perfectamente de qué hablaba. Como saben, mi familia tuvo un par de bares y yo echaba una mano los fines de semana y me sé todas esas historias: lo de la poli, lo de los tipos que arman gresca, lo de irse a dormir al alba. Carlos Salem es poeta y escritor y, además, camarero. ¿Saben lo difícil que es eso? Tras cada noche de trabajo en un bar uno está repleto de trastornos: el sueño cambiado, la espalda dolorida, los riñones hechos polvo, los ojos enrojecidos del humo, flojera en las rodillas, cansancio crónico. No quedan ganas de nada después de eso, y menos de escribir. Sin embargo él lo hace. Soporta las presiones y los quebraderos de cabeza y los horarios insoportables de un bar y sigue adelante, dándole a la tecla. Para mí es como un héroe.