En una ruinosa taberna al borde del camino
que apesta a vodka destilado en un pajar,
a cigarrillos de sémola que empalagan como el acre incienso
de una iglesia de pueblo, entre barriles de vino picado, aguado,
de pronto, las raídas y finas páginas de un devocionario,
y, sobre ellas, como flotando sobre toda esa fetidez,
la cabeza incorpórea de mi bisabuelo.
Embriagadas cacofonías, lagos de vómito,
océanos de obscenidades; los rostros
lascivos y picados de viruela de los campesinos
cuyo aliento cariado se coagula alrededor.
Y la violencia, una violencia brutal de escorpión,
sin más, sin objeto alguno, sin nada que ambicionar,
y, en medio, de nuevo los rezos, ese rostro atormentado,
su mirada desencajada, eso es todo lo que tengo
del lugar de donde vengo, la sangre de la que mana
mi propia sangre, y la escena ni siquiera es mía,
la obtuve de un poeta, el judío ruso luego
israelí Bialik, y de mi padre cuando hablaba
del padre de su padre agonizando en su miserable taberna,
enfrentándose, decía mi padre, a los furibundos cosacos,
pero mi padre fabulaba un poco, así que omito todo eso,
y comparto con el poeta sus antepasados, porque los míos
sólo querían olvidarse de su pasado de miseria
y pogromo, por eso no decían nada, como mucho
de dónde procedía alguien, un nombre perdido,
nada más, dejándome con menos raíces
que a un perro, sólo el padre del poeta
y la taberna de mi abuelo, esa pocilga,
como la llamó el poeta, abismo de silencio, añado yo,
y aquel alma, como la nieve, dijo el poeta,
con lágrimas de sangre, añadiría yo, para mí y los míos.
C. K. Williams, El canto
Hace 1 hora