Dicen que cualquier idiota puede tener un hijo, pero sólo un hombre puede ser padre. No sé dónde lo leí o escuché ni quién es el autor de la frase, tan certera. Lo que me pregunto es cómo demonios va a funcionar una sociedad en la que los niños no sólo cargan con los errores y las culpas y el pasado de sus padres, sino que, dependiendo del país en el que hayan tenido la desgracia de nacer, los emplean en fábricas, les ponen un porro en los labios y una metralleta en los brazos, los torturan o los violan. En las noticias, cada semana nos informan de violaciones a niños y pornografía infantil. Si ya la palabra “violación” resulta ofensiva, no les cuento si la aplicamos a “niño” o “niña”. Algo que nos parece inconcebible, como decía siempre el gigante Fezzik de “La princesa prometida”, donde a los niños se les leían cuentos cuando estaban enfermos en la cama y no se les pegaba, maltrataba o violaba.
No obstante, ¿qué podemos esperar cuando hay padres y madres que no atienden a sus hijos como deberían? Es decir, si una madre no vela por quien es fruto de su vientre, ¿qué podemos esperar de un loco, de un psicópata, de un torturador? Pensemos en esas historias de dibujos animados o en esos documentales sobre la naturaleza en que los cachorros salen de las cuevas y los devoran los lobos. La calle está llena de lobos y de coyotes, y la primera misión de los padres es vigilar que no les ocurra nada a los chiquillos, vigilar haciendo guardia para que no caigan por el precipicio, como quería hacer Holden Caulfield en “El guardián entre el centeno”.
Digo todo esto porque, ya es casualidad, en el mismo día y en la misma calle de mi barrio vi dos escenas que me enfurecieron en secreto. Y con apenas dos horas de diferencia entre ambas. Volvía a casa y caminaba por una acera estrecha. Por la carretera se acercó un coche. El vehículo iba despacio porque por la calzada caminaba un fulano, empujando la silla de un niño. Parecía un tipo a punto de salir al escenario y ofrecer un directo de rap: gorra con la visera torcida a un lado, pantalones de una talla para elefante, cadenas y demás quincallería. Muy joven, además. La clase de persona a la que uno ve y se pregunta: “¿En serio ése es el padre?” Como el tío vio por encima del hombro que venía el coche, se subió a la acera y estampó, sin querer, en un descuido, el carro del bebé contra un pivote. Fue un buen golpe. Creo que jamás había visto a un padre estrellar por accidente el carro del niño, como si estuvieran en los coches de choque de “los caballitos”. Parece una tontería, y al niño no le pasó nada, claro, pero eso revela varias cosas: descuido, falta de esmero, irresponsabilidad. Aún es peor lo que vi más tarde. Pasábamos junto a un locutorio y, del interior, salió una niña diminuta. No sé calcularle la edad, no sirvo para eso, pero ya sabía andar y correr con torpeza, aunque insisto en que era diminuta, me llegaría por la rodilla, más o menos. Dobló la esquina y dio unos pasos inseguros sobre la acera. La acera era angosta y pronto se dirigió al asfalto. Nadie había salido detrás de ella. Nadie la vigilaba. Bajó un coche por la calle. Seguí junto a la niña mientras andaba por la acera, para protegerla, y cuando quiso salir a la carretera, la sujeté, creo que por los hombros, lo cual me hizo doblar el espinazo. La mantuve a salvo mientras pasaba el vehículo. Era una niña muy salada, simpática, con rizos, mulata tirando a negra. Pensé: “¿Y si aparecen los padres y creen que la estamos raptando?”. Entonces apareció la madre, o la que hacía de madre, una señora blanca, y dije: “Se iba hacia los coches”. Respondió: “Es que siempre se está escapando”, como si no fuera grave. Y esa es la historia, y me enfureció.