lunes, junio 09, 2008

Aguanta, ya queda poco

Tras un mes de lluvias, de frío y de mal tiempo, el sol ya va asomando sin nubes que se lo impidan. Esa diferencia logra que nos parezca estar en tierras diferentes. Cuando se nubla y llueve no oigo sonidos en la calle, salvo los del agua al golpear contra las ventanas, los tejados y los adoquines. No puedo subir la persiana porque el mal tiempo no deja filtrar la luz y estaría a oscuras y debo conformarme con el resplandor de la lámpara, lo cual me empuja al pasado, en aquellos años en los que siempre escribía bajo el fulgor mustio de las bombillas porque mi cuarto daba a un patio que no dejaba entrar la luz y cuyo foso me traía discusiones familiares y olores a cocina. Quiere uno salir de casa y, a ver los goterones tan helados, y a veces incluso el granizo, se lo piensa mejor. Más vale no salir.
Cuando se van las nubes y deja de soplar el viento me parece estar en otra tierra. Todo se llena de luz. Empieza a hacer calor. Se oye a los pájaros y a las palomas, tan alegres como los hombres y las mujeres que salen a la calle. Me llegan los sonidos de las máquinas de las obras, las conversaciones del personal que se para bajo la ventana a charlar un rato, que no hay prisa, que hace muy bueno. Se empiezan a llenar las terrazas en horario de tarde y nadie quiere quedarse en casa. Esto que digo parecen lugares comunes y desde luego que lo son, pero por ejemplo eso no pasa tan a menudo en mi ciudad, en Zamora. Quiero decir que siempre hace menos frío en Madrid: aquí el clima es más favorable, no corre ese aire helado que muerde y hace daño en las orejas y en las manos. En mi vieja ciudad no hay muchas tardes en las que puedas disfrutar de un paseo por el campo y de un rato tumbado en la hierba de los jardines. Suele haber sólo dos meses de buen tiempo: junio y julio. O junio y agosto. Siempre hay un mes de verano en el que cambian las cosas y llueve y refresca y a todo el mundo se le frustran los planes que tenía: planes para ir de acampada al Lago de Sanabria, planes para ir a la piscina del barrio, planes para ir al embalse del Esla. O, simplemente, planes para estar por la ciudad, para pasear por el casco viejo de Zamora y alojarse en las terrazas y dedicarse a la rascada de barriga y a mirar cigüeñas, lo cual no es algo malo sino todo lo contrario porque el ser humano también necesita descansar. Y entonces uno, confiado en que en pleno mes de agosto se dedicará a pasear por Santa Clara y por el entorno del Duero, sale a la calle, ya planeadas sus vacaciones, y, ¿qué encuentra? Aire fresco, nubes, lluvia. Me pasó el año anterior cuando estuve en Sanabria. Y esperemos que no le pase a nadie este verano, que sea un verano sin incordios.
Este tiempo de junio pone a todo el mundo nervioso. Porque queremos salir a la calle. ¿Para qué? ¿Para algo en especial? No, oiga, para algo en especial no. Para lo que sea, da lo mismo. Para que nos dé el sol en el cogote, para ir a tomar unas cañas con los amigos o con la familia, para dar un paseo, para comer en la mesa de una terraza, para respirar el aire contaminado de las ciudades, para observar cómo fluye la vida cuando aprieta el sol, cómo se iluminan y se divierten los pájaros, los perros, los gatos, los niños, los hombres y las mujeres, los ancianos que salen a eso, sólo a eso, a tomar el sol. Lo malo del asunto es que aún estamos en un mes en el que casi nadie tiene vacaciones. Se mira la calle desde la ventana del trabajo con rabia, con envidia y también con nostalgia, como cuando principiaba junio e íbamos al colegio y sólo queríamos salir de aquellas cuatro paredes, coger la bicicleta, comprar un helado e ir a la piscina. Pero aguanta, ya queda poco: el verano está ahí mismo.