jueves, mayo 29, 2008

Marginales, de Vicente Muñoz Álvarez y Mik Baró


Cuenta Vicente, en el prólogo, que lleva años gestando la versión definitiva de estos Marginales. Y la espera ha merecido la pena, aunque ya se conocían versiones reducidas, hoy muy difíciles de encontrar. En los textos de este libro V.M. da rienda suelta a todas sus obsesiones literarias relacionadas con el terror, el gótico, el simbolismo, los freaks y los inadaptados. El volumen está dividido en cuatro partes: Visionarios y malditos, Elementales, Místicos y profetas, y Monstruos y prodigios. Por sus páginas merodean lunáticos, borrachos, psicópatas, sirenas, faunos, sátiros, penitentes, ascetas, leprosos, exorcistas, zombis y toda clase de criaturas ancladas en la mitología, la leyenda y lo marginal.
A V.M. le ha salido un libro de ambiente siniestro y malsano, y desde luego muy apetitoso, con olor a absenta, flores que se pudren y humo de pipa (hay que leerlo para entender estos guiños). Sin más preámbulos, os dejo con uno de los relatos más sórdidos, y con una de las ilustraciones de Mik Baró, que ha hecho un trabajo magnífico [el libro se presenta esta tarde en León; para pedidos por correo: hectorescobar@telefonica.net]:

EL COPRÓFAGO

Era un viejo cansino y taciturno. Le veía casi todas las mañanas recogiendo en las esquinas y en los parques excrementos, su boca siempre llena de inmundicia y el aire de quien vive aislado entre el bullicio. Su expresión era lánguida y su aspecto desastrado, aunque no era ni harapiento ni mendigo. Todos en el barrio nos preguntábamos la razón que le llevaba a tal extremo y nos compadecíamos de su desgracia, procurando ocultar la aversión que nos inspiraban sus manías. A menudo pretendimos disuadirle para abandonar aquel hábito malsano, dándole limosna y ofreciéndole alimentos que él rechazaba mascullando una jerga hostil. Los niños se asustaban al verle masticar aquel sustento ignominioso y huían cabizbajos a sus casas.
Durante años fue asidua en el vecindario su presencia, hasta el punto de llegar a sernos en cierto modo familiar. Pero nadie, nunca, logró sonsacarle una palabra que diera luz a su secreto.
Un día le encontramos inmóvil sobre un banco del jardín. Solo y ligero de equipaje. Sus únicas pertenencias eran el bastón que usaba como apoyo al caminar y un par de excrementos cuidadosamente envueltos en papel de periódico.
Eso es cuanto de él pudimos saber.