domingo, mayo 04, 2008

Los extraños senderos

Estamos en mi barrio, sentados en la terraza de un restaurante hindú. Comiendo. Dos amigos escritores, alojados en un hostal próximo a casa, pasaron por allí y me dieron un toque. Habiendo dormido apenas cuatro horas, bajé raudo a encontrarme con ambos. Una hora antes hemos acompañado hasta las inmediaciones de la estación de Atocha a uno de ellos, Patxi Irurzun. Patxi se aleja, siempre con esa sonrisa entre tímida y gamberra que le caracteriza. Hemos tomado un par de cafés en dos garitos del barrio y él ha tenido que ir a coger un tren de regreso a su tierra. Luego nos hemos ido a comer. Vicente Muñoz Álvarez y yo. Queremos comer algo barato, sin pretensiones. Un menú en un restaurante hindú. Me invita él. No logramos salir del sopor, consecuencia de las pocas horas que hemos dormido. Él ha dormido menos que yo.
Hablamos de todo un poco. Vicente es un gran conversador. Patxi también lo es: lo supe la tarde anterior, tomando un café. Hablamos de la vida. De la literatura. Nos contamos anécdotas. Conversamos de la familia, de los trabajos, de publicar o no publicar, de los extraños senderos por los que te empuja la vida, lo pretendas tú o no. Compartimos el gusto por unos cuantos escritores. Confesamos si hemos leído a éste o a aquel. En un momento dado del diálogo y con la comida ya acabada, tras los postres, hablamos de Eloy Fernández Porta, a quien yo admiro desde la lectura del ensayo “Afterpop”. Su habilidad para mezclar, en un mismo texto, variadas referencias al cómic, al cine, a la música y a la literatura, es asombrosa y erudita. Vicente me cuenta que el próximo libro de Eloy lo publicará Anagrama, lo cual supone una garantía de distribución y ambos nos alegramos mucho. Justo entonces, y aunque parezca increíble, suena el móvil de Vicente. Y dice, con asombro: “Es Eloy”. La vida tiene esos momentos. Hemos hablado de varios escritores, de éste y de aquel, de sus trayectorias, de la amistad que nos une, y justo cuando hablamos de Eloy Fernández, él marca el número y llama a Vicente para hablar de viajes y de presentaciones. V. le dice con quién está comiendo y entonces Eloy le pide que me pase el teléfono, que quiere saludarme. Si creyera en esas historias sobrenaturales, pensaría que tiene poderes y que lee nuestras mentes, o que ambos, que alumbraron una antología hace años, están en conexión cósmica. Lo contaba yo mismo en un artículo del otro día, aludiendo a una frase de “Magnolia”: “Si eso saliese en una película no me lo creería”. Pues he aquí otro ejemplo. Charlo un rato con Eloy; sólo nos habíamos cruzado algún email. Le digo que he conseguido, tras mucho rastrear las librerías de viejo de Madrid, su libro “Caras B de la música de las esferas”, aunque todavía no lo he leído. Lo va a reeditar, así que poseo otra rareza entre manos. Nos despedimos. Le paso el móvil a Vicente y se despide y nos levantamos de aquella mesa sobre la que caen ramas y pequeñas flores.
Antes de tomar el metro, nos sentamos unos minutos en un banco de la plaza. En ese momento no hay nadie por allí: ni tíos durmiendo en el suelo ni borrachos caídos en desgracia. Hablamos de la vida, de esto y de aquello, nos mostramos las respectivas biografías, las cosas que ignorábamos uno del otro. Entonces se acerca un fulano. Completamente beodo a las cuatro menos cuarto de la tarde, con una litrona en la mano. Balbucea. Pregunta si en el banco hay unas gafas que se le han perdido. Las busco. No las hay. Nos mira, amenazador y ebrio. Se aleja despacio. Hace buen tiempo. Estamos bien. Fluye la amistad. La conversación nos ha relajado, nos apacigua, nos hermana. Si no fuera por estos momentos…