Durante este puente hice un viaje de ida y vuelta en tren. Con tantos días festivos y tantos desplazamientos por carretera, es una locura entrar en un automóvil y echarse al asfalto. Un amigo mío dice siempre que, en los puentes, hay dos opciones: quedarse en la ciudad o viajar en avión. Él se fue en avión. Pero aún queda otra solución: el tren. Cada vez me gusta más la defensa que algunas personas hacen de este medio de transporte. Soy uno de esos tipos caprichosos y en continuo estado de queja cuando toca viajar. Veamos. Subir a un avión me produce vértigo, y lo paso mal en el despegue y en el aterrizaje, aunque durante el vuelo me tranquilizo un poco. El barco me gusta, pero no me atrae estar rodeado de tanta agua; soy de secano, del interior, del terruño. El coche me aterroriza; no por el vehículo en sí, sino por los cafres que conducen cerca de uno y por las chifladuras que unos cuantos hacen al volante, y me amargan los atascos como a todo el mundo. Lo peor es el autobús: no lo soporto; no soporto su hilo musical, las películas malas que ponen a todo volumen, el poco espacio entre los asientos, el tipo de atrás tirando de la cortina que me protege del sol mañanero, las señoras que te dan un codazo para subir antes que nadie. Pero queda el tren.
Escribí una vez que el tren, además, tiene algo de romántico, de literario. Encontramos numerosos poemas y novelas y cuentos y películas y canciones que suceden en el ámbito ferroviario, y son menos las que se ambientan o hablan del autobús. Será por algo. No hay molestias de tráfico. Y ya no lo asaltan los bandidos, como en los tiempos del western. Puede descarrilar, claro, pero si nos ponemos así encontraremos que nunca estamos a salvo en ningún sitio. El tren es cómodo y seguro. Es como un río. Es una metáfora de la vida. Todos lo hemos oído alguna vez: “Perdiste el tren”. Y no se refieren a que llegaras tarde a la estación, sino a que dejaste escapar una oportunidad: una chica, un trabajo, una amistad. No hay que perder el tren, los trenes. No es tan rápido como otros medios de transporte, pero es confortable y el paisaje se desliza a tu lado sin los bandazos que suelen pegar los coches y los autobuses por culpa del mal estado de las carreteras. A mí me gustaría más el coche si encontrara esas largas carreteras solitarias que vemos en el cine norteamericano, por las que viajar despacio, disfrutando del paisaje árido y de la música y del viento que se cuela en la ventanilla. En España, me temo, no es posible.
Voy sentado en el tren. Aprovecho para sumergirme en la lectura. El traqueteo me adormece. De vez en cuando se me bajan los párpados. Hay sitio suficiente entre los asientos para estirar las piernas. Este tren de ida es peor. Para en demasiados sitios, el maquinista toca la bocina con excesiva frecuencia y el zarandeo parece, en ocasiones, el de una diligencia. Voy sentado en el tren, de vuelta. Este tren es mejor. El Alvia. El traqueteo es más dulce. Hay más espacio. Más lujo. Me incorporo a mitad de trayecto. Voy hasta la cafetería, en busca de un par de botellas de agua. Camino por el pasillo, abriendo las puertas que hay entre los vagones o coches. Veo cabezas dormidas, cabezas que leen, cabezas que conversan. Acodado en la barra, después de pagar el agua, miro por los ventanales. Disfruto de las vistas. El paisaje es verde y corremos junto a él como si fuéramos una caricia. Estoy tranquilo. No hay peligro de atascos, ni de adelantamientos, ni de derrapes. Dicen que cada viaje te cambia, por breve que sea. Y yo creo que te cambia más si vas dentro de un tren o viajas a pie o a caballo. Tal vez porque ves la vida de otro modo, desde otra perspectiva.