miércoles, mayo 21, 2008

El día de la langosta, de Nathanael West


Dicen que es la mejor novela sobre Hollywood, junto a El desencantado y El último magnate. Nathanael West elabora aquí un cruel esbozo de la meca del cine en los años 30, donde vemos a un grupo de "pobres diablos" que se mueven en un fondo de cartón piedra y falsas ilusiones: un pintor que acepta un trabajo como diseñador de decorados, un contable gris que va a la deriva (llamado, por cierto, Homer Simpson, aunque Matt Groening jura que ese nombre y el de su personaje amarillo es una coincidencia), un enano gruñón, un cowboy que trabaja ocasionalmente en los westerns, un anciano que sirvió al teatro burlesco... Todos desean a la hija del anciano, una muchacha que quiere ser actriz y, mientras lo consigue y no, trabaja como extra y, a veces, se prostituye. El retrato de esa aspirante es un calco de lo que les sucede a muchas chicas que van a California soñando con el estrellato y terminan chapoteando en el fango.
La novela transcurre entre fiestas locas, peleas salvajes de gallos, paseos por los estudios donde ruedan las películas y cenas en restaurantes. Pero es el último capítulo del libro el que alcanza la perfección y por el que merece la pena adentrarse en la novela. Nos lo han contado cien veces pero, si alguien lo desconoce, que deje de leer: en este último episodio, el pintor se ve atrapado por la furia de una muchedumbre que aguarda la llegada de las estrellas al estreno de una película, y la muchedrumbre furiosa y frustrada por los sueños perdidos lo arrasa todo a su paso, como una plaga de langosta. Veamos unos fragmentos de ese final:
Tod se daba cuenta de cómo cambiaban en cuanto formaban parte de la multitud. Hasta que llegaban a ella andaban con paso inseguro, casi furtivo, pero en cuanto se integraban se volvían arrogantes y belicosos.
(...) Durante toda su vida habían sido esclavos de alguna tarea pesada y monótona, detrás de mesas de oficina y mostradores, en los campos y entre toda clase de máquinas tediosas, y habían ahorrado cada centavo y soñado con el ocio del que disfrutarían cuando llegase la hora. Y luego, ese día llegaba. Recibían una pensión semanal de entre diez y quince dólares. ¿A dónde iban a ir sino a California, la tierra del sol y las naranjas?
Una vez allí, descubrían que el sol no es suficiente. Y se cansaban de las naranjas, de los aguacates y hasta de las granadas. No ocurre nada. No saben qué hacer con su tiempo libre. No están mentalmente preparados para el ocio, ni tienen el dinero o la resistencia física que exige el placer.