lunes, mayo 26, 2008

Despertares

Adoro esos momentos en los que escuchas una canción o ves cierta escena de alguna película o de una serie de televisión o incluso de un musical y ese fragmento de música, de escena o de obra te envía directamente de regreso al pasado. Estaba viendo un cortometraje protagonizado por Harold Lloyd, disfrutando con sus torpezas, sus humoradas y sus acrobacias. Ambientado en un tren, hacia la mitad del corto Harold se levanta después de “nueve horas y setenta y seis pesadillas” en su litera, tal y como reza uno de los letreros propios del cine mudo. Se dirige a los baños y allí encuentra tres lavabos con sendos hombres que parecen sanos y descansados, cada uno ocupando su cubil en pleno proceso de afeitado. Se han embadurnado las caras de espuma y manejan las cuchillas y, aunque no hay sonido, se nota que están felices y quizá silbando. Es una mañana plena de satisfacciones. A Harold se le nota cansado y además no tiene neceser y no va a afeitarse. Sólo quiere lavarse los dientes con un cepillo plegable que guarda en un bolso de la chaqueta.
Esta simple escena tuvo la facultad de transportarme al tiempo en que teníamos, no sé, dieciséis, diecisiete, dieciocho años, cuando todos los veranos nos plantábamos en el Camping El Folgoso, allá en Sanabria, y pasábamos unos días locos que incluían autostop, excursiones a las localidades más próximas, baños nocturnos, borracheras criminales, bailes en las verbenas y visitas a los bares más concurridos. Es decir, todo aquello que los padres desaconsejan hacer a los chavales. No me arrepiento de nada: ese tiempo ya ha pasado y que me quiten lo bailao, disfruté de lo mío y es lo que me llevaré en el chaleco, como suele decir un medio pariente que tengo en Zamora.
Pues bien, este es el recuerdo. Recuerdo ingrato, pero que ahora evoco con una sonrisa. Nos levantábamos de las tiendas de campaña muy pronto. A las ocho o las nueve, creo. No porque quisiéramos, sino porque había veraneantes madrugadores que, en las tiendas familiares de al lado, encendían las radios y las televisiones (sí, en el campo: como te lo cuento), se ponían a cantar y a conversar a gritos con la parienta. El sol, además, nos daba puñetazos, colándose entre el follaje, la tela de las tiendas y del saco de dormir. Entonces íbamos a los servicios comunales. Rotos, molidos, bostezando, con cara de haber escapado del infierno. Y aquello, durante unos minutos, era nuestro infierno particular. Habíamos dormido una o, tal vez, dos horas. Nos despertábamos con la más intolerable de las resacas. Sin afeitar, con el pelo sucio, sudados tras dormir en una tienda estrecha igual que si fuéramos sardinas en lata. Con dolor de cabeza y de ojos, mal aliento, sed y hambre. Cansados de bailar y de caminar por el arcén de las carreteras haciendo dedo. Cansados de hacer el tonto y no comer ni un rosco. A nuestro alrededor se dispersaban, cada uno instalado en su lavabo, hombres sanos, padres responsables, tipos mayores que dormían con sus novias, gente que había sobado sobre un colchón y no sobre las piedras duras del bosque, que no tenía que compartir la tienda con los amigos. Todos se afeitaban, tras haber descabezado un sueño largo y reparador. Y, a su lado, nosotros. Críos que pretendían incendiar la noche y, a la mañana siguiente, parecían recién salidos de las catacumbas. Nos mirábamos en el espejo con tristeza, con cansancio. ¡Qué caretos, santo Dios! Aquellas mañanas suponían pasearse por el infierno. El despertar no era placentero, sino una tortura. Nos lavábamos los dientes y nos íbamos a la playa, a desayunar bollos y leche condensada y a apaciguar el dolor de cabeza con el agua saludable de Sanabria.