Había ido un par de veces a comer a las bodegas de un pueblo de Madrid, El Molar. En la capital estas bodegas son bastante célebres, más o menos lo que equivale a Zamora con las bodegas de El Perdigón. Hace unos días volvimos a comer allí. Esta vez nos metimos, previa reserva, en Casa Olivares. Si alguien decide ir alguna vez a ese pueblo, debe saber que este restaurante es de visita obligatoria. Su fama le precede. La casa data del año mil ochocientos siete. Según me explicaron, es un lugar que ha ido pasando de padres a hijos, de generación en generación, lo cual enriquece su solera, su cocina y el trato que dispensan al visitante. Llama la atención, al entrar, la cantidad de fotografías enmarcadas que se distribuyen por las primeras salas. En las paredes, en las mesas, en las vitrinas, encima de los aparadores y cómodas, hay fotos de famosos que han ido a comer allí y luego se han hecho la foto con el dueño actual, en este caso Antonio Olivares, quien nos recibió en persona e hizo demostración de su buen humor y de su amabilidad. A este restaurante suele ir el Rey. Dicen que se presenta sin avisar. En dichas fotografías vimos a un montón de famosos del mundo de la música, el cine, el folklore, el deporte y, sobre todo, la política. Predominan las apariciones de gente del PP en las imágenes: Aznar, Rajoy, Aguirre, Ruiz-Gallardón, etcétera. También hay alguna que otra foto con representantes de otras cuerdas. El problema es que había tantas que sólo me fijé en algunas, al azar.
La especialidad de la casa son los asados en horno de leña. Nosotros pedimos un menú para varias personas. No se trata de uno de esos menús flojos, de poca calidad y cantidad, que suelen servir en muchos restaurantes y bodegas, y tras los que te quedas pensando que debiste pedir a tu antojo para comer más y mejor. No, el menú de Casa Olivares es una bomba de relojería. En cuanto a calidad y en cuanto a cantidad. De entrada, te sirven unos platos de embutido: jamón serrano, lomo, queso… Después, unas cazuelas de barro que contienen diversos manjares a la parrilla: chichas, pimiento rojo, chorizo, morcilla, chistorra, lomo. A esas alturas ya has matado un poco el hambre. Y es entonces cuando, junto a las ensaladas de tomate y lechuga, llegan dos calderos casi tan grandes como los de Panorámix cuando prepara la poción mágica para los galos. Uno contiene judiones con perdiz. El otro, judías pintas con oreja. Para aderezar según el gusto, acompañan a estas legumbres de platos con guindillas en vinagre y cebolla cruda cortada en rodajas; uno se echa esas guindillas y esos pedazos de cebolla con el caldo y las legumbres y lo degusta todo junto. Conviene echarse sólo una cucharada sopera de cada caldero, para hacer hueco al segundo plato. Cada comensal elige el suyo. En la variedad está el gusto: tienen churrasco, solomillo preparado de distintas maneras, pollo asado, chuletón de buey, rabo de toro, cochinillo, etcétera. Para acompañar: vino casero, agua, gaseosa y pan. Sin olvidar el postre. Pues sale a treinta euros por persona. Y has comido para las próximas veinticuatro horas, que es lo que estuve yo sin probar bocado, en ayunas hasta el día siguiente.
Casa Olivares tiene mucha historia. En un reportaje de Abc contaban: “La familia Olivares sufrió la furia de los cañones de Napoleón Bonaparte cuando el estratega francés bombardeó las casas de El Molar, en plena Guerra de la Independencia. Hoy, el Hostal Olivares (…) sólo conserva de aquella época la puerta principal y una ventana, las dos únicas piezas que las bombas francesas no se llevaron por delante”, entre otras anécdotas. En sus orígenes fue casa de postas.