Me he enterado de la protesta del otro día en mi ciudad, Zamora, a las puertas del Ayuntamiento. Unos doscientos vecinos pidiendo que no se construya un parking en la Plaza del Cuartel Viejo. Probablemente me he enterado tarde, pero no se puede estar en todo y a veces no doy abasto. Estoy de acuerdo con ellos. Con quienes protestan, digo. Aunque debemos reconocer que la política funciona así: el personal vota a tal o cual partido político, y luego ese partido se encarga de hacer lo que no le gusta al pueblo; con el tiempo, la afrenta se olvida y el personal vuelve a votar a ese mismo partido, que vuelve a hacer lo que no le gusta al pueblo; con el tiempo, etcétera: se harán cargo del factor “pescadilla que se muerde la cola” en este asunto.
De esos votos no tienen culpa todos los ciudadanos. Yo me sumo a la protesta de los vecinos de la Plaza del Cuartel Viejo, que no quieren un parking allí, y me sumo por una razón muy simple: durante unos años viví en esa plaza, y de algún modo aún la siento como mía, como parte de algo que tuve, de mi pasado, de mis andanzas, de mis vivencias, llámalo X. Ahora, cuando vuelvo a la tierra una vez al mes, ya no habito el piso de la Plaza del Cuartel Viejo. Pero da igual. Cuando paso cerca de allí, o cuando la atravieso, o en las tardes grises en que me da por recordar otros tiempos, pienso en la plaza con deleite. Por entonces, cuando vivía en uno de los edificios del Conjunto Viriato, me sentía bien pertrechado: la copistería donde mis vecinos y colegas del colegio me hacían las fotocopias con eficacia y rapidez, dos kioscos a ambos lados del portal, el supermercado a tiro de piedra, el piso donde vivió una pareja de amigos que me invitaban a comer los sábados, la papelería donde surtirme de bolígrafos y discos para el ordenador, la tienda de informática donde su dueño me reparaba el pc con mucha diligencia porque sabía que era mi herramienta de trabajo, la emisora de Radio Zamora a la que iba cuando tocaba tertulia literaria en las ondas, San Torcuato a un paso y al otro la Plaza de Alemania, el estudio que tuvo mi familia, la cabina de teléfonos donde perdía las perras antes de tener un móvil, las cafeterías donde a veces iba a tomar un té o una cerveza. Y podría seguir. Con esto quiero decir que ese es un lugar reconfortante y entrañable, o entonces así me lo parecía. La plaza y sus alrededores son como un pueblo en miniatura, por eso mismo: por la ventaja de tener kioscos, cafés, supermercados, tiendas. A mí me gustaba el pequeño parque. Hasta que un día llegaron las máquinas, arrancaron casi todos los árboles y pusieron un parque ridículo. Lo que sobrevive es lo que hay, pero sin duda es mejor que nada. Es mejor que un parking.
Ahora pretenden meter otra vez las máquinas por allí. Quitarán los pocos árboles que quedan en pie y los sustituirán “por grandes jardineras de hormigón para plantar otros” y abrirán un parking con tres plantas, o sea, lo de siempre, descuartizar la naturaleza y alterar la tranquilidad de los vecinos para hacer caja. Digo la tranquilidad de los vecinos porque temen que la construcción afecte a la estructura de los edificios, pero también por el engorro que supone el tiempo de obras y de polvo y de molestias para los vecinos y los comerciantes. Por otro lado, es curioso que una ciudad como Zamora tenga tanto tráfico, tanta necesidad de aparcamientos subterráneos y tantos atascos en fin de semana, a pesar de la ventaja que tienen los ciudadanos de ir a todas partes caminando, lo cual es un lujo. La Plaza del Cuartel Viejo, pese a su carácter de embudo al que van a parar los coches, es un lugar agradable, sencillo, tranquilo. Y de nuevo quieren alterarlo. Un cuento que ya me conozco.