De vez en cuando descubren a un psicópata con cadáveres en el jardín o en el armario y el mundo se horroriza. No es para menos. Josef Fritzl ya tiene dos apodos por parte de los medios de comunicación: “El carcelero” y “El monstruo de Amstetten”. Por si queda alguien que no esté al corriente de la macabra historia, Fritzl es un hombre/monstruo de setenta y tantos años que encerró a su hija en el sótano de casa y la sometió a abusos sexuales y violaciones y tuvo con ella siete hijos. El encierro de la chica duró veinticuatro años. Uno de los bebés murió y Fritzl quemó su cadáver en un horno. A los otros seis, “El carcelero” los repartió: tres vivían con él y su mujer y los otros tres con su hija, encerrados y sin probar jamás la luz del sol. Alrededor del sótano creó una especie de fortaleza inexpugnable: puerta de hormigón, códigos secretos, estantes para cubrir la entrada secreta. En el sótano había un cuarto de baño de dimensiones pitufas y una cocina de tamaño similar. Las fotografías policiales muestran un auténtico zulo, una tumba que asfixia sólo con verla.
Tan horrible e inquietante como esta historia de encierros, incesto, privaciones, abusos, violación, secretos y mentiras, es el rostro de “El monstruo” que nos han enseñado en la prensa. Uno debe examinarlo durante varios minutos para encontrar huellas variadas de su personalidad de psicópata. Miren la foto que circula por ahí. A simple vista, parece un playboy caído en desgracia, un viejo actor de Hollywood que tomara Viagra y aún fuera coqueto y se arreglara ese bigote de estilo “estrella del cine clásico”. Si uno se fija un poco más en ciertos rasgos, como en la autoridad del rostro, en el gesto de las cejas puntiagudas, en los ojos e incluso en el peinado, aparece el dictador. Tiene cara de dictador, sí, la del clásico hombre acostumbrado a ordenar ejecuciones y torturas, de traje y maneras impecables. Y algo de eso era, así lo confirman algunos testimonios: un hombre dominante y autoritario. Y metódico, podríamos añadir; lo demuestra la doble vida que ha sabido mantener sin que lo descubriesen, con una chica que da a luz en un subterráneo y pañales y comida que él compra en el exterior, y lo demuestra el mimo que procuraba a su jardín, como han señalado los vecinos, pues el sótano quedaba oculto bajo ese mismo jardín. El caso recuerda un poco a la doble vida que llevó Jean-Claude Roman, historia que fue novelada por Emmanuel Carrère en “El adversario”, y recuerda otro poco a los horrores descritos en “Felices como asesinos”, de Gordon Burn, basado en otro suceso real y espeluznante en el que una familia tenía su casa sembrada de cadáveres. Si uno sigue mirando la imagen de Fritzl, bajo el gentleman y el dictador flota el depravado. El depravado reside en los ojos, en la manera de mirar. Hay algo en esa mirada que estremece, que asusta un poco.
Como siempre en estos casos, las apariencias vuelven a engañar. Los sospechosos suelen ser quienes llevan el pelo largo o van sin afeitar, pero luego los monstruos que pueblan las pesadillas de los barrios tranquilos son tipos normales, amables, de apariencia cordial y educada. Éste iba con los zapatos relucientes, corbata y ademanes de caballero e incluso resultaba apuesto para las mujeres. El gentleman que trabajaba de electricista escondía un monstruo bajo su apariencia, un hijo de mil padres capaz de las peores atrocidades. Lo que no acaba uno de tragarse es que su esposa diga que no sabía nada. Esperemos que obtengan su merecido. Su hija y sus hijos-nietos están condenados a revivir el pasado, la pesadilla.