Nadie lo duda a estas alturas: Lhardy es un restaurante mítico, un clásico, una parada obligatoria. Está en la Carrera de San Jerónimo y yo he pasado por la acera en muchas ocasiones mirando con envidia de pobre el escaparate repleto de tartas y demás comestibles. Y recordando ese reportaje en el que a Francisco Umbral le servían un cocido madrileño y argumentaba que el escritor debe comer bien una vez a la semana. Y en Lhardy se come bien, se come de maravilla. Pude comprobarlo días atrás, cuando me invitaron a degustar allí un cocido. El pudor me impide decir quiénes me invitaron, porque de lo contrario la columna correría el riesgo de convertirse en un rincón de marujeo, y a mí el marujeo no me va. Baste decir que ellos se darán por aludidos y desde aquí les agradezco ese convite: soy de esas personas que sólo saben expresar su gratitud mediante la palabra escrita y no mediante la palabra dicha.
Leo en la web de Lhardy, en la que escarbo para que le dé consistencia a este artículo: “Lhardy es el primer restaurante español creado tal y como hoy se concibe la restauración pública”. El edificio consta de varios salones y estancias, con adornos del siglo XIX. Parece como si se retrocediera en el tiempo y, sentado a la mesa, allá entre camareros de finos modales y lámparas de araña y cuadros sombríos y espesos cortinajes y alfombras de lujo, a uno le entran ganas de ponerse un sombrero de copa y un monóculo y apoyarse en un bastón de empuñadura de plata. Madrid estaba aún a medio hacer cuando se inauguró Lhardy. Antes de la comida, los camareros retiran los abrigos y se los llevan a los percheros del pasillo. Ponen unos entrantes (aceitunas sin hueso, croquetas, rizos de mantequilla) y más tarde sirven el cocido en dos tandas. En la primera, la sopa acompañada de jamón y de fideos. Una sopa muy nutritiva, admirable. Quieren las rarezas de la vida que los alimentos que antaño fueron para los pobres hoy sean comida lujosa, como las migas, el cocido o las gachas. Cuando yo era niño, a mi abuelo, que luchó en la guerra civil en el bando republicano, no le agradaba que mi abuela hiciera gachas para toda la familia porque le recordaban los tiempos de hambre y penuria, en que sólo podía alimentarse de esa receta y poco más.
En Lhardy todo lleva su sello: ofrecen vino elaborado por la empresa, y las copas, los platos, las tazas, lucen la inicial del restaurante. El aceite para condimentar ensaladas o para echarle a los garbanzos viene en pequeñas botellas, del mismo tamaño que las de los minibares, con una etiqueta del restaurante en el lomo. Mientras degusto la sopa trato de imaginarme allí, cenando, a Cela y a Umbral, y a González-Ruano. Cuando sirven el resto del cocido mi plato se convierte en una montaña de alimentos: garbanzos, col, chorizo, morcilla, tocino, gallina, zanahoria, patata, salchicha blanca, pollo, relleno, salsa de tomate natural. Y no sé si se me olvida algo. Lo acompañamos con un vino de la casa. No pude acabármelo, a pesar de mi otrora voracidad, legendaria entre mis amistades (uno ya no es el que era). Cuando me retiraron el plato, el camarero preguntó si deseábamos repetir. Lo hubiera hecho por gula, pero me salía la comida por las orejas y me negué. Tampoco pude terminar el exquisito soufflé de postre que nos sirvieron, y que es una de las especialidades de la casa. Una delicia de bizcocho, helado y merengue. Sale uno tan alimentado tras comerse el cocido de Lhardy que debe ayunar durante las siguientes veinticuatro horas. Y eso es lo que hice yo: no volví a probar bocado hasta la comida del día siguiente y, poco antes de la misma, sólo pude desayunar media aceitada que habíamos traído de mi tierra.