¿Qué hacer con un hombre o una mujer cuando envejecen y ya no pueden valerse por sí mismos porque enferman? Esa es una de las preguntas que se plantea una película demoledora que vi el otro día, “La familia Savages”. ¿Qué hacer cuando te avisan por teléfono, en la madrugada, y te cuentan que el progenitor al que hace siglos que no ves y con el que te llevabas mal ha enfermado y se ha quedado solo, que padece demencia senil y juega con sus excrementos y no sabe por qué? ¿Lo atiendes personalmente? ¿Lo instalas en tu casa? ¿Lo llevas a un asilo? ¿Te despreocupas y pasas de todo y le envías la pelota a un tercero?
Vi la película el pasado domingo, porque no encontré hueco para ir otro día. Cada vez me revienta más pasar un domingo en el cine. La gente entraba con la película ya empezada, arrastrando cajas de palomitas, cajas grandes como ataúdes. Entraba haciendo ruido. A nuestra derecha, dos mujeres devoraban palomitas y hacían ruido con la caja. A nuestra izquierda, dos chicas devoraban palomitas y hacían ruido con la caja y a veces le daban patadas a las bolsas de cartón que habían traído consigo, y se les caían las cotufas y se alumbraban con el móvil. A pesar de este infierno, y de que tardé diez minutos en concentrarme y olvidar el mundanal ruido, “The Savages” me dejó molido. En la misma fila estaban Javier Rioyo y su mujer, a quienes no conozco. No sé él, pero yo salí destrozado de la película. Porque habla de la vida y de la muerte, de envejecer y enfermar y morirse. Habla de la familia y de los lazos de sangre. Y lo hace con una honestidad impagable, con un argumento sencillo. A un anciano se le muere la novia (está divorciado) y él empieza a padecer demencia. Se queda solo. Los familiares de la novia, que gastaba unos ochenta años, llaman a sus parientes. Dos hijos, escritores ambos, escritores sin suerte. Dos hermanos interpretados a la perfección por Philip Seymour Hoffman y Laura Linney (nominada al Oscar por este papel). Dos hermanos que no se llevan muy bien, pero que en el fondo se quieren, y tienen que echar una mano a un padre que les pegó en la infancia y los humilló en la adolescencia, sin creer jamás en ellos. Ella quiere alojarlo en una casa. Él prefiere meterlo en una residencia y, ante el complejo de culpa de ella, le dice: “Mira, le estamos tratando mejor de lo que él nos trató nunca”. En cierto momento del filme la hermana quiere sacar al padre del asilo y enviarlo a una de esas residencias con jardines y vistas magníficas que la publicidad convierte en paraísos. Y su hermano le habla sin tapujos (todas las citas son de memoria, así que no son fieles): “Todos estos jardines y estas vistas privilegiadas y esta belleza son sólo para encubrir el horror de ahí dentro, para disimular el terrible hecho de que la gente se muere”. “La familia Savages” presenta situaciones que nos dejan clavados a la butaca: el anciano padre en silla de ruedas, su desaliento y su agonía, la impotencia de los hermanos para comunicarse con él, la primera noche en el asilo. Menos mal que, de vez en cuando, la directora Tamara Jenkins mete algo de humor y nos deshace el nudo del estómago. De lo contrario sería insoportable.
¿Qué se hace con un hombre o una mujer cuando ya no pueden valerse por sí mismos? El filme plantea esta cuestión y la fidelidad de la sangre. La familia es lo primero. Como vemos en otro gran estreno, “La noche es nuestra”, con un hermano que debe plantearse un dilema: ayudar a los mafiosos que le enriquecen o denunciarlos porque su padre y su hermano son policías. No recomendaría “The Savages” a quienes han enterrado a sus padres. Saldrán hechos polvo, angustiados.