Pertenezco a ese grupo de personas, creo que cada vez más reducido, a quienes les gusta llevar efectivo en la cartera y no tener que pagar en los comercios con tarjeta. Una cosa es que me guste y otra muy distinta es que pueda hacerlo. Hace unos meses fui a uno de los cajeros de la plaza del barrio donde suelo sacar dinero y comprobé que a partir de ahora me cobraban comisión. Ya lo sabía porque la información del banco (Caja Duero) me llega puntualmente al buzón en su sobre, pero lo había olvidado. Esos cajeros junto a la plaza y junto a la salida del metro, por cierto, provocan cierta aprensión en los amigos y familiares que me visitan. Siempre que paro allí, los que me acompañan miran por encima del hombro y desconfían. Es lógico: por ese entorno pululan los vagabundos alcohólicos, alguna gente del lumpen y demás ralea que despierta suspicacias. Pero jamás me ha ocurrido nada. Ni siquiera se me ha puesto nadie junto al cajero, como a veces hacen algunos pedigüeños en la taquilla de ciertos cines y teatros de Madrid, para rogarme que le dé un billete.
Volvamos a la comisión. En los cajeros a los que solía acudir, que eran muchos y situados en diversos puntos estratégicos de la ciudad, no me cobraban nada. Ahora hay comisión, y oscila dependiendo de la entidad bancaria. Creo que lo máximo que me cobran son dos euros y cincuenta céntimos. Que no es poco. Alguna vez, cuando no te queda otra alternativa y se trata de una emergencia y en el local donde necesitas comprar algo no aceptan tarjeta, se puede hacer una excepción. Dices: “Por esta vez, casco las dos gambas y media. Pero será la última”. Y debe ser la última. De lo contrario, si cada vez que vas al cajero te pules casi tres euros, en unos meses se te ha ido una buena pasta. A mí esta circunstancia me revienta, porque me obliga a buscar cajeros por la ciudad y nunca los tengo a mano. Ya digo que me gustaba llevar billetes y monedas en los bolsillos. Aunque sólo sea para las nimiedades como el pan, el periódico, una revista, o una Coca-Cola de máquina. Lo cierto es que tardé años en abrirme una cuenta corriente (tampoco era necesario, dada la irregularidad de mis ingresos, por aquel entonces), y guardaba mis pocos ahorros en un cajón. Y juro que, si hubiera tenido la posibilidad de esconder la pasta debajo de una baldosa del cuarto de baño de los antiguos pisos que habité, lo hubiese hecho. La otra tarde quise comprar libros en algunas de las librerías del barrio y no aceptaban tarjeta y me tocó ir hasta La Latina. No queda muy lejos, pero tampoco está a mano. El otro cajero de mi banco que me queda más cerca está en la parada de metro de Sol. Dentro. Y cuando digo dentro me refiero a que hay que meter el ticket. A que, si quieres sacar efectivo de los cajeros, tienes que entrar hasta el fondo, gastarte un viaje.
Alguien dirá que por qué no saco suficiente cantidad para que me dure unos días. Y entonces le contestaré que nunca hay dinero suficiente. Eso lo sabe cualquiera, siempre se evapora de las manos en cuanto salimos a la calle (la sociedad prepara esa trampa y nosotros caemos con gusto en ella), y más en una ciudad como Madrid, donde casi te cobran por respirar su aire viciado. Lo saben los niños, lo saben los mendigos, lo saben los peces gordos. Sacas unos cuantos billetes, pero al poco se acaban. Surgen imprevistos, te llama alguien para tomar una caña, gastas la calderilla en el pan y en la sal. Así que, de algún modo, vuelvo a estar como al principio, como hace años: sin un chavo en los bolsillos, pero al menos con una tarjeta a mano.