Abrir el correo electrónico y afrontar la acumulación de spam. Y tener que ir eliminando, uno por uno, los anuncios de Euro Royal Casino y de Viagra y de cómo enriquecerse sin apenas dar golpe, las estafas bancarias y los anzuelos para comprar chorradas. Empezar a escribir y que suene el teléfono fijo e interrumpa mi labor y me despierte del mundo literario en el que estaba sumergido, e ir corriendo a responder y aparezca una P, de llamada privada, y saber que se trata de alguna empresa que quiere convencerme para: cambiar de compañía de internet, o cambiar de línea telefónica, o de móvil, o todo a la vez. No responder a la llamada porque uno ya es hombre precavido y avisado. Volver a la escritura y que, unos minutos después, suene de nuevo el teléfono y aparezca en la pantalla un número fijo de Madrid y, cogiéndolo porque pienso que será algún amigo desde su oficina, me salga una voz amable de mujer tratando de venderme otra conexión a internet, o cambiarme a la calefacción de gas, o adularme con sus ofertas, y que la voz sea tan dulce y amable que me cueste darle largas y colgar, pero es lo que acabaré haciendo de todos modos.
Regresar al teclado y que, una hora más tarde o quizá dos, suene el timbre del portero automático y correr a contestar y que sea “el cartero malo” (igual que en, las películas, hay un poli bueno y un poli malo, en la vida real siempre hay un cartero bueno y un cartero malo, entendiéndose esto como un cartero amable y otro gruñón) y se queje cuando le abro: “¡Oiga, llevo media hora llamando a los timbres!”, y explicarle que no es culpa mía, que casi todos los timbres del edificio funcionan cuando les da la gana. Volver a encajar mi cabeza, con esfuerzo y cansancio, en lo que estuviera escribiendo y que, a media mañana, suene otra vez el timbre de la puerta de casa y, al abrir, encuentre a tres tipos con traje que me aseguren que, si contrato los servicios de la compañía a la que representan, me saldrán más baratos la conexión y el teléfono fijo, y decirles que lo siento, pero estoy trabajando y no tengo tiempo, de verdad, y además no me interesa, mire, que estoy bien servido, y que les dé lo mismo y me abrasen con su cháchara. Y luego, durante la comida, ver unos minutos de telediario en los que me cuenten cómo va el planeta, en este país (crispación) y en el resto del mundo (sangre), y, sabiendo que nada ha cambiado y que el planeta va directo a la catástrofe, o sigue instalado en ella, cambiar rápido de canal para ver “Los Simpson”, aunque sean repetidos. Salir a la calle a hacer un recado y sortear las baldosas repletas de bostas y orines, que siempre están ahí, entorpeciendo nuestros pasos, por mucho que hayamos recibido una carta de Ana Botella diciendo que cumplirán el programa de “Actuaciones Programadas de Limpieza Integral”, y sospechar que, además, la carta no la haya escrito ella, sino su secretaria o algún chupatintas o algún lameculos.
Entrar en el supermercado y que, sea la hora del día que sea, me toque hacer una cola de diez minutos como mínimo. Entrar en una librería y que me pise los talones el vigilante. Entrar en un bar de la zona a tomar una clara y que les sirvan una tapa gratuita a todos los parroquianos de alrededor, los que están apoyados en la barra, a ambos lados de nosotros, y los que están en las mesas, y a nosotros nos dejen a dos velas (un amigo mío le dijo el otro día al camarero que le puso tapa a todas las personas de la barra menos a él: “Oye, ¿qué pasa, es que soy negro?”). Comprar algo y que me cobren más de la cuenta, y advertirlo ya en casa, cuando es tarde. Y tener la sensación de estar, a diario, “Atrapado en el tiempo”, en el Día de la Marmota.