Uno es víctima de sus obsesiones, qué duda cabe. Aunque procuro leer un poco de todo, en literatura me guío por impulsos y venadas y obsesiones. Me acomete la obsesión por determinado autor y no cejo hasta conseguir todos sus libros traducidos. O sin traducir, como hice con John Fante, de quien compré “The Big Hunger”, algo de lo que dejé constancia en este espacio. A veces me da por el cuento norteamericano contemporáneo y trato de comprar y devorar cuanto está a mi alcance, servido por notables autores: Adam Haslett, Richard Bausch, Sherman Alexie, David Foster Wallace, George Saunders, David Sedaris, Arthur Bradford, Matthew Klam. La lista es larga y no acaba aquí. Hay que sumar más autores y unas cuantas antologías memorables. Las obsesiones te dejan exhausto y la única manera de acabar con ellas es alimentándolas. En mi caso, consiste en conseguir y leer esos libros, aunque tenga que recurrir a librerías de viejo y a incursiones por ferias y tenderetes.
Una de mis últimas obsesiones es la literatura que gira alrededor de la droga. Sigo sin comprender el motivo de mi interés, dado que jamás he probado las drogas (si descartamos el café, el alcohol y las medicinas con receta). Cuando digo que jamás me he metido una raya ni he fumado un petardo, la gente no se lo cree y se echa a reír. Allá ellos. Me interesa poco si me creen o no. Lo que me interesa es la verdad. Y la verdad es esta: jamás he probado las drogas por temor a que me puedan gustar. Y punto. No hay más misterios. Si acaso, que he visto a viejos compañeros de colegio destruidos por la adicción. Y uno de ellos murió hace años. Eso también cuenta. Pero ya digo que me interesa la literatura de gente que sobrevivió a la droga y lo cuenta en un libro, de la misma manera que me interesa mucho el boxeo en el cine y en la vida real: porque es algo que nunca experimentaré, pero quiero que los demás me lo cuenten. La literatura sobre estas sustancias depara libros maravillosos, muy duros, escritos con las entrañas, forjados al límite de la resistencia, en el filo de la navaja: “Yonqui”, de William S. Burroughs, “En mil pedazos”, de James Frey, “Trainspotting”, de Irvine Welsh, “Azul casi transparente”, de Ryu Murakami, “Apples”, de Richard Milward, “Dinero”, de Martin Amis, “Luces de neón”, de Jay McInerney, “Hijo de Jesús”, de Denis Johnson, “Menos que cero”, de Brett Easton Ellis, “Miedo y asco en Las Vegas”, de Hunter S. Thompson. Esta lista también sería muy larga, pero ahí queda para quienes quieran leer algo contundente. Porque lo que interesa en estas novelas y confesiones no es saber cuántas pastillas se mete el personal, o cómo se introduce la aguja en la vena, sino conocer el límite del dolor, del sufrimiento. Y aún me quedan por leer unos cuantos, recién comprados o recién pedidos: “Cómo detener el tiempo”, de Ann Marlowe, “Yonqui”, de Melvin Burgess, “Ciego de nieve”, de Robert Sabbag. La otra tarde, tras meses de búsqueda, me hice con un ejemplar de “Diario de un rebelde”, de Jim Carroll. Y aún tengo que conseguir “Candy”, aunque la tengo en inglés.
Mientras satisfago esta obsesión, y termino con ella, me he interesado por libros escritos por algunos músicos: “El juego favorito”, de Leonard Cohen, por ejemplo. Y he encargado la novela escrita por el gran Nick Cave: “Y el asno vio al ángel”. Y las “Crónicas” de Bob Dylan no las leeré hasta que estén todos los volúmenes publicados y traducidos. Un librero me recomendó hace días un libro de Suzanne Vega que recopila poemas y canciones. Sigo buscando. Sigo aprendiendo.