Algunas mañanas, cuando estoy ante el teclado, y también algunas tardes, oigo a través de la ventana de la habitación un sonido rítmico y peculiar. Viene de la calle. Es algo así como “toc-tocotoc, toc-tocotoc”. Las dos primeras veces me asomé para satisfacer la curiosidad. Suponía que se trataba de uno de esos burros que tiran de los carros de los ropavejeros y los recogedores de cartón que, alguna vez que otra, pasan por abajo. En el pescante suele ir un gitano viejo con sombrero, al que ayudan en el trabajo un par de mozos, probablemente sus hijos. Pero no. Al asomarme no vi eso, sino una escena más imponente. Dos policías a caballo. En sendos caballos, quiero decir. Van despacio. Si fueran al trote, quizá habría más de un problema porque la vía no es muy ancha. Ahora ya me he acostumbrado al ruido diario de los cascos de caballos sobre el asfalto, que es una cosa que me gusta oír. Alguien del vecindario dijo que dos jinetes patrullan a diario por Lavapiés porque la presencia de los caballos impone y asusta un poco más. Y también porque, desde esa gran altura, los agentes obtienen una visión más amplia del horizonte. Cuando paso por la plaza, los caballos han dejado ya un rastro de cagajones, pero no sé si alguien los limpia. Imagino que sí. De lo contrario, una de las normas cuyo cumplimiento vigilan sería vulnerada por ellos mismos.
Desde que hay tanta presencia policial en el barrio, las cosas han cambiado. Al menos en mi entorno. Como siempre en estos casos (y la culpa no es de los policías, sino de las autoridades), el problema no se ha resuelto, sólo se ha empujado unos metros hacia allá. Los alcohólicos se han desplazado a los bancos que hay detrás de la salida de metro, en Argumosa, donde siguen compartiendo sus botellas de cerveza y sus cartones de vino barato. Imagino que, de vez en cuando, cuando estén muy curdas, se atizarán. Los camellos se han fugado a otras zonas. Cada día veo cómo la policía hace registros en los coches que pasan por allí, cómo pide la documentación, hace redadas y vigila el parque al que los padres llevan a jugar a los niños. Una tarde venía de un recado y, al atravesar la plaza, me sorprendió el despliegue policial: policías a caballo, en coches, en motos, en furgones. Supongo que era una redada importante.
Las cosas no cambian siempre para bien. Hay más seguridad, pero el colorido local y heterogéneo va perdiendo progresivamente sus tonos. A consecuencia de ello, no hay tanta gente por allí ni se ven tantas razas. No hay peleas, pero ha perdido un poco su brillo. A menudo la policía detiene el coche donde puede, y las personas que vuelven del trabajo o están de compras no pueden pasar con sus vehículos y deben esperar a que el asunto que tienen entre manos se resuelva. Una noche, después de una presentación literaria, decidimos ir al piso junto a un par de amigos. A comer algo y tomar una cerveza. El problema es que no había birras en casa. Así que fuimos todos juntos a una de las tiendas regentadas por chinos. Cogimos algunas latas y, al ponerlas junto a la caja registradora para que las cobrara, la china encargada de la caja nos dijo que no. “No, no”. Sólo decía eso y negaba con un dedo. “No, no”. No lo entendíamos. “¿Por qué no?” Y ella siguió a lo suyo: “No, no”. El marido andaba por allí y ella le señaló las cervezas. El tipo nos indicó con un gesto la zona de las bebidas alcohólicas. Estaba precintada con una cinta amarilla, de esas que, en las películas de detectives, colocan para aislar el escenario de un crimen. Un español estaba en la tienda y nos explicó que la poli prohibía vender alcohol para que los borrachos de la zona no compraran. Sólo eran las nueve de la noche. Nos fuimos sin cervezas.