En los últimos meses me he encontrado por Madrid a mucha gente de Zamora. No me refiero a quienes, siendo oriundos de mi tierra, viven en la capital, sino a quienes están de paso. A quienes vienen por diversos motivos y pasan en Madrid uno o dos días, o quizá sólo una tarde. Lo más divertido del caso es que todo se confabula para que nos encontremos. Quizá no sea raro coincidir en lugares públicos y muy frecuentados, sitios por donde todo el mundo pasa y por los que yo voy muy a menudo: el entorno de Sol, los edificios de Fnac y El Corte Inglés. A veces estoy en casa y no tengo planeado salir a la calle. Entonces entro en internet y compruebo en la web de Fnac que acaban de poner a la venta un libro o una película cuya aparición en el mercado estaba esperando. Salgo de casa y me acerco hasta allí dando un paseo y me encuentro a un viejo conocido. Siempre son los demás quienes me llaman, quienes me avisan y saludan, y debo agradecerles el gesto. Tardo en reconocerlos unos segundos porque no esperaba toparme con ellos por Madrid. No me sorprende, por ejemplo, encontrarme a personas que sé, de sobra, que viven en la ciudad desde hace años.
Lo que sí es raro es cuando, además, me dirijo a una zona que no suelo frecuentar y me encuentro con gente zamorana de paso. Cuando me da por ir a barrios en los que jamás había puesto un pie, y que visito por diversas razones: que, en determinada calle, esté ubicada la única librería que tiene un viejo ejemplar de un libro que llevo meses buscando; o que tenga que ir a cumplimentar papeleo a una oficina en la que antes no había entrado; o que, en el último momento, escoja cierta calle como atajo. Y entonces sucede: “¡Eh, hola!”, y tardo en despertar y en reconocer a la persona o personas que me llaman, y en situarlas en el entorno.
Siempre se agradece tropezar con alguien de la tierra en esta ciudad caótica e inhumana. Siempre pronunciamos las mismas palabras de asombro tras saludarnos: “Fíjate, qué coincidencia que nos encontremos”. Para mí sigue siendo una proeza del destino, eso de coincidir en tal calle a tal hora. Podríamos traer aquí a colación la frase que aparece en el guión de “21 gramos” escrito por Guillermo Arriaga, esa frase que dice: “Son tantas las cosas que tienen que pasar para que dos personas se encuentren”. Es curioso porque no faltan los amigos o conocidos que, tras relatarme los pormenores de un viaje, añaden al final: “Eh, ¿a que no sabes a quién me encontré en un bar?”, y ese alguien sea de Zamora. Parece como si tuviéramos un don para encontrarnos por el mundo, a veces en ciudades en las que no vivimos y sólo estamos de paso. Puedes viajar a cualquier rincón del planeta y seguro que te tropiezas o estás a punto de tropezarte con un zamorano. Somos como una plaga, pero una plaga favorable. También es curioso que, desde que vivo aquí, no me haya topado jamás con personas que sé de sobra que viven en la ciudad desde hace años, y sin embargo me tropiece a menudo con quienes vienen por un día. Y ahora les voy a contar otra coincidencia. La otra noche, tras la presentación en Madrid de dos libros, conocí a un poeta vasco. Estuvimos charlando, de madrugada, en un garito de flamenco en Lavapiés. Me preguntó de dónde era. Y, al oír mi respuesta, dijo que tenía un familiar que era de “un pueblo de Benavente”. Le pregunté: “¿Cómo se llama el pueblo? Igual me suena”. Respondió, agárrense: “De San Esteban del Molar. ¿Lo conoces? Es muy pequeño”. Y le dije: “Por supuesto. Salí diez años con una chica cuyos abuelos eran de San Esteban”.