Fui a ver “El guía del Hermitage”, la obra de teatro que ha devuelto a los escenarios a Federico Luppi. Para mí su aparición constituía un momento emocionante. Entiéndase: la primera vez que lo vi en una pantalla de cine yo tenía once años. Él era el protagonista de la adaptación de un libro de Osvaldo Soriano, “No habrá más penas ni olvido”. Apenas recuerdo imágenes de la misma. Pero sí recuerdo su violencia y la apostura elegante de un Luppi con bigote y metralleta. Tuvieron que pasar casi diez años para que volviese a verlo: en “Un lugar en el mundo”, de Adolfo Aristarain. A partir de ese reencuentro he intentado no perderme la mayoría de sus apariciones: “Cronos”, “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto”, “La ley de la frontera”, “Éxtasis”, “Martin (Hache)”, “El espinazo del diablo”, etcétera. Pero creo que donde más me impactó fue en su papel de escritor en “Lugares comunes”, otra de Aristarain. Nunca olvidaré la bronca que le echa a su hijo por haber renunciado a la escritura para embarcarse en una vida convencional y colmada de insatisfacciones.
Luppi es uno de esos actores que, con su sola presencia, con su voz, con su mirada, llena una habitación, agranda una escena. No recuerdo que jamás haya intentado disimular su acento argentino y eso es una ventaja porque su voz, tan personal, es un alto porcentaje de la actuación. ¿Quién no recuerda la voz de Luppi enfadándose con algún personaje o soltando un monólogo? En “El guía del Hermitage” hay unas cuantas razones que confirman su validez como actor. Pero me quedo con una de ellas. La explico. Su personaje es un hombre al borde de la muerte, un guía quimérico y soñador. Al principio de la obra está en pie, sostiene una taza, al fondo del escenario. Entonces le da un espasmo, sufre una convulsión y se retuerce y lucha para que no se le caiga la taza. En fin, lo hizo tan bien que pensé que le estaba dando un ataque de verdad, o que se le había caído la taza por descuido. Pero esta clase de actores no se permiten descuidos. Otra muestra de su talento está en varios momentos de la obra en los que describe viejos cuadros de los maestros de la pintura. Los cuadros no están, no los vemos, los actores tampoco los ven, pero gracias a la fuerza del texto y a su locución, logramos verlos, como si los tuviéramos delante.
Y esa es, precisamente, la idea central que sostiene la obra. Durante el asedio a Leningrado, en el Museo Hermitage ya no quedan obras. Sólo dos hombres: el guía y el guardián. Y una mujer que, de vez en cuando, los visita y les trae provisiones: la esposa del guía. En ese marco de desolación, mientras pasan el tiempo, el guardián cree que el guía está loco. Porque acompaña a visitantes imaginarios por las salas y pisos del museo y les muestra cuadros e iconos que ya no están. El guía tratará de demostrar que lo suyo no es locura ni desvarío, sino el poder de la imaginación, de la fantasía, de los sueños. Y eso simboliza también el valor de los seres humanos para perpetuar el arte y las tradiciones mediante el recuerdo, en confiar en lo que no está pero son capaces de ver: los cuadros, las canciones, los muertos. El texto de la obra está escrito por Herbert Morote. La dirección es de Jorge Eines. Agradecí mucho la puesta en escena: el atrezzo y el vestuario parecían de verdad, y no elementos de cartón, como he visto en otras obras en las que escaseaba el presupuesto. A Luppi lo acompañan dos actores: Ana Labordeta y Manuel Callau. Este último, argentino, me pareció la revelación, porque aporta humor a este trío de cordura y fantasías.