El miércoles pasado publicaba el director Álex de la Iglesia un iluminador artículo sobre el cine español. Venía a cuento de una tribuna en El País en la que se desprestigiaba a la industria, pero también aludía a esos medios que la ponen a parir a diario y se quedan tan frescos. Escribía el cineasta, con acierto, que “el cine español no sólo somos cuatro torpes directores sin talento, sino cientos o miles de profesionales que viven de nuestras películas, muchas familias que tienen que buscarse la vida haciendo cualquier otra cosa, porque esto del cine cada vez se lo ponen más difícil”.
Es costumbre que los españoles nos critiquemos demasiado entre nosotros. Que critiquemos nuestra literatura, nuestra música, nuestro cine. A veces se hace con razón, pero suele predominar la ligereza. Como dice Álex de la Iglesia, con esas declaraciones están despreciando a un montón de gente. Todos criticamos el cine español, es cierto, incluso quienes pertenecen a la industria. Pero de la crítica más o menos sana o constructiva a querer cargarse la industria de un plumazo hay un paso peligroso. Cuando se critica el cine español se piensa en Almodóvar, en Imanol Arias y en Marisa Paredes. No se piensa que, detrás de cada película, de cada proyecto, hay un montón de personas que podrían quedarse sin trabajo si la industria se estrella y, finalmente, muere: actores y actrices, guionistas, peluqueras, maquilladores, técnicos de efectos especiales, compositores, diseñadoras de vestuario, personal del departamento artístico y de sonido, ayudantes de dirección, etcétera. Incluso el chico de los recados y la señora que barre el plató son esenciales y podrían quedarse sin empleo. Este síntoma de ataque alucinado suele estar, por lo general, en boca (y pluma) de la derecha, como si el cine fuera un arte que sólo gusta o pertenece a la izquierda.
Ahora parece ser que también se enjuicia el cortometraje. Conozco gente involucrada en la industria; algunos son zamoranos, por cierto. Se dejan la piel en el camino para tratar de sacar adelante un cortometraje. Sólo suelen tener a su lado la ilusión y cuatro céntimos. Fui a la universidad con un amigo que luego estudió Cine y al que veía una y otra vez luchando para tratar de conseguir rodar un corto. Recuerdo que primero tuvo que emplearse en trabajos menores para ir subiendo peldaños: chófer de la estrella de la película, ayudante de catering… Ignoro si al final cumplió el primero de sus sueños. Creo que sí, aunque hace tiempo que no nos vemos. Pero estoy seguro de que ha sudado lo suyo. El problema de este país es el mismo de siempre: sólo nos creemos las cosas cuando nos aplauden desde fuera, sólo apoyamos a los nuestros cuando en otros países les dan el visto bueno y los colman de halagos y de premios. Pienso en el caso de Javier Bardem. La de palos que se llevaba cuando salía en las películas de Bigas Luna: dijeron que siempre se interpretaba a sí mismo, que era un macho ibérico con cara de palo, que tenía un físico vulgar y otras barbaridades. Luego sucede que los norteamericanos, que poseen más ojo que nosotros, los fichan para sus proyectos, y entonces todo el mundo en España saca pecho y dice o escribe esa chorrada de “Nuestro Javier”, “Nuestro Pedro” o “Nuestra Pe”. Como si no los hubieran criticado cuando empezaron. Como si no hubieran dicho que eran la vergüenza de un cine español que no levantaba cabeza. Un caso flagrante (también comentado en el citado artículo) es el de Nacho Vigalondo y “Los cronocrímenes”. Nadie se atrevía a estrenarla en España y, mientras las distribuidoras se lo pensaban, la proyectaron en Sundance y compraron los derechos para hacer un remake.